Patricia Karina Vergara Sánchez

I.

Nos negamos al cepo en el cuello.
Nos rebelamos.
Dejamos de servirles.
Escapamos.
Amamos nuestros cuerpos.
Pronunciamos sortilegios siempre nuevos.
Fuimos magas.

Construimos una casa.
Muro a muro, teja a teja.
Pensamos colectivamente y en voz alta.
Pintamos murales con la sangre de nuestras lunas.
Bailamos desnudas
y nos bañamos en la fuente,
enredadas en abrazos.

Nos mutamos en mares,
mares despeñados por las calles.
Recorrimos todas las ciudades.
Para hablar de nosotras,
para organizarnos entre nosotras.
Para defender a una y defender a todas.

Volvíamos a casa para hacer infusiones,
para ronronear y sanarnos los dolores,
para acariciarnos las vulvas y los senos,
para dormir acurrucadas y a salvo.

II.

Luego, vinieron ellos.
Pidieron asilo.
Abrimos la puerta.
Después de todo,
también eran perseguidos.

Cuando se instalaron,
quisimos alegrar sus
conmovedores rostros tristes.
Para aliviar sus males,
nos dijeron que deberíamos silenciarnos,
porque les ofendían
los rincones de nuestros cuerpos.

No debíamos volver a pintar con las lunas,
ni decir la verdad de lo que veíamos
cuando ellos estaban desnudos,
ni saber que no podían hacer el conjuro a la vida
como nosotras podíamos, si queríamos.
Mucho menos, deberíamos recordar
que no habían sido constructores de esa casa y ese techo.

Sobre todo,
nos prohibieron usar el nombre nuestro,
el que fue sembrado hace siglos
por nuestras abuelas en el árbol de la resistencia.
Querían que olvidáramos quienes somos
Y de dónde viene la ginealogía nuestra.

Esconder nuestro nombre y silenciarnos fue un hechizo.
Magia mala que enfermó a muchas de amnesia.
El secreto de las diosas se durmió muy dentro de ellas.
Volvieron a servirles a ellos

III.

Cuando una de nosotras se atrevió
a nombrarse, con su nombre propio y en voz alta,
fue abofeteada.
Sólo unas cuántas nos sonrojamos.
Tantas la humillaron desde la desmemoria,
que lo supimos en ese instante.
Se había roto algo irreparable.

Ni siquiera aquellas que una vez dijeron amarnos
se conduelen o nos miran a los ojos.
El hechizo puso vidrio molido a sus palabras,
nosotras sangramos.

Así, estamos aquí, haciendo las maletas.
Estamos listas para el exilio antes de que nos maten,
como ya han amenazado.

Estamos aquí y así, en vulnerabilidad y rotas.
Otra vez, seremos las parias, despreciadas y nómadas.
Sin hogar ni tierra, pero andando para estar vivas.
Porque éstas somos.

Habrá otro sitio en la tierra.
Otra casa habremos de construir.
Volveremos a sembrar maíz.
Nos reiremos abrazadas
y gritaremos el nombre nuestro
porque no pudieron arrancarlo.

Hemos de perdurar,
tenemos experiencia en ello.
Llevamos milenios sobreviviendo,
existiendo y resistiendo.
Ante todo, seguiremos sin servirles.
Indómitas que somos.

Sin embargo, ahora mismo,
transitamos este triste instante.
Despidiéndonos del refugio que levantamos;
extrañando ya los manteles primorosos
bordados con nuestras manos;
las bugambilias que florean ya
frente a la ventana
y la herencia que con cariño acumulamos
para nuestras hijas,
que ahora ha sido arrebatada.

Vamos hacia la puerta llevando fardos de dolor y furia,
con los ojos color fuego
y miles de nubes inundando la garganta.
Es ahora que, justo antes de cruzar el umbral,
una de nosotras, se detiene un momento.
No se resigna, se rebela, le cuesta el paso.
Le observo el rostro acongojado, es casi una niña.
Respira a fondo y, antes de seguir andando, exclama:
¡Púchica, triunfó, otra vez, el patriarcado!

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La Crítica