Feminismo

Las mujeres, ¡a la cocina!

Celia Guerrero Acosta

No sé cocinar. Desde muy niña lo consideré una carencia, falta tristísima de una capacidad ambicionada, de un súper poder anhelado. Por supuesto que la diosa de la cocina en mi casa de la infancia fue mi abuela, quien transmitió con éxito considerable —y alguna excepción— su exquisito sazón a sus hijas y nueras, quienes a su vez lo transfirieron a mis primas y sobrinas, para que cualquiera de esas mujeres, cada una en su propia casa, dominara con cualidad la preparación y transformación de los alimentos en comida.

Por mi parte abandoné pronto la expectativa de aprender a cocinar sin saber que eso del sazón no era una habilidad con la que se nace, sino una que se consigue amalgamando conocimientos, técnicas especializadas y mucha práctica. Relegué esa infravalorada facultad a otras mujeres. Pensaba, tal vez, que negarme a cocinar me dispondría a trabajos más masculinos y por lo tanto más importantes, como lo artístico y lo intelectual. Era inconsciente de mi perspectiva machista y subestimé la sabiduría que se comparte dentro de las cocinas.

Pero mi elección no fue arbitraria. Mi abue, la persona más tierna y solidaria que he conocido, es también una mujer que mantiene en examen permanente a otras mujeres a partir de nuestras habilidades como cocineras y otras labores domésticas. Suele decirnos: “¿Pues qué no eres mujer?”, como una especie de pregunta retórica, en parte reto, en parte escarnio, dependiendo del contexto.

Esa interiorización del sistema de dominación que otorga no solo diferencias ontológicas según el sexo, sino también distinciones de orden social y de división del trabajo, fueron para mi abue —como aún lo son para muchas mujeres— condiciones dadas; para mí, un escenario de opresión que precede a las categorías mujer-hombre, como lo plantea Monique Wittig, y que además tuve oportunidad de renegar.

Pero esta teorización sucedió mucho después del primer rechazo a cocinar y otras varias tareas domésticas que consideré serviles. Fue la relación entre mi condición de mujer y las actividades que debía realizar, curiosamente al servicio de los hombres, lo que siendo una niña ya detectaba como un abuso y a lo que me rehusé cuando elegí no aprender a cocinar.

Mi decisión devino, por un tiempo, en un sentimiento de inutilidad directamente relacionado con la manera en la que las mujeres de mi familia enarbolan las habilidades que desarrollan en las cocinas, un espacio cargado de significado e importancia debido a que es el único verdaderamente suyo dentro (y fuera) de la casa. Esa habitación es el lugar donde pasan la mayor parte de su tiempo y esto —aunque a veces se convierte en motivo de reproches— fundamenta una especie de conciencia de dominación.

Las mujeres que conozco dedicadas únicamente al trabajo doméstico en su hogar se autonombran “amas de casa”. Como rechazo al término, que considero un engaño, yo las he juzgado erróneamente “amas de nada”. Ahora puedo asegurar: son amas de la cocina. Verdaderamente, ese espacio les pertenece y es único porque en él no permiten la imposición de quien no tiene experiencia. Allí son ellas quienes ostentan y otorgan legitimidad.

En otras sociedades puede ser distinto, pero en las familias mexicanas los hombres no suelen ofrecer resistencia a ceder la cocina exclusivamente para las mujeres como sí lo hacen en otros espacios. Ese lugar es uno que requiere trabajo continuo, tedioso, monótono, incluso durante momentos de ocio. Además, en él no conviven solo con otros hombres sino también con otras mujeres. Estos dos factores vuelven las cocinas sitios de trabajo feminizado poco atractivos para los varones que siempre tendrán otros espacios domésticos (y públicos) para dominar con mayor facilidad y gozo.

En todo caso, aún cuando el espacio de la cocina sea exclusivo para mujeres, la opresión se fundamenta en la dependencia, dice Paola Tabet, feminista materialista que cuya propuesta teórica analiza la división sexual del trabajo como una relación política entre los sexos. En este sentido, Tabet habla de la valoración de las tareas masculinas como “estratégicas” en la medida en que ellos pueden efectuar la secuencia femenina, pero las mujeres no pueden hacer la masculina.

Por supuesto fue necesario constituir y apoyar el mito de la cocina como espacio desprovisto de gozo y sabiduría, en donde todo es trabajo, y además un trabajo sin importancia que pueden hacer las mujeres, porque solo así ellos decidirían abandonarla y ellas no tendrían que pelearla demasiado como sí lo hacen por otros espacio exclusivos. Probablemente, como resultado de esa misma estrategia discursiva muchas mujeres rechazamos la cocina y la abandonamos también.

Fue hasta que relacioné una serie de sucesos familiares que pude hacer a un lado el prejuicio adquirido y atisbar valor a la cocina como conocimiento y como espacio.

Saber cocinar es un súper poder

Cocinar les salvó la vida a las mujeres de mi familia. Hacer uso de sus habilidades y conocimientos domésticos fue salvavidas económico para mi abuela y tías, como lo ha sido para miles de mujeres que buscan obtener la independencia económica de sus violentadores. La abuela, mamá soltera de doce, empobrecida, trabajó en otras casas durante años para ganar dinero. Después incursionó con bastante éxito como la quesadillara de la unidad habitacional en la que vivíamos. ¿Cuántas señoras de las quesadillas conocemos? ¿cuántas puestos de comida callejeros, improvisados por ellas? ¿cuántas cocinas económicas, restaurantes de la peor y mejor calaña son dirigidos por mujeres?

Sin embargo, el aprendizaje empírico y las habilidades de ellas son menospreciadas aún cuando trabajan fuera de casa y cocinar es su profesión. No les dan reconocimiento social a menos de que estudien una carrera, que dicho sea de paso institucionaliza las habilidades de quienes cocinan bajo la voz tomada del francés chef, que en español adquiere el sentido de ‘jefe de cocina de un restaurante’. Sí, en masculino.

Otro gran detalle a cuestionar: la relatividad con la que valoramos la transformación de los alimentos en comida. En el caso de mi abuela, montar el comal en la calle era económicamente redituable, pero cuando cocinaba al interior de la casa su comida perdía como por acto de magia todo valor. Actualmente, cocinarle a su familia para ella continúa siendo un acto de amor, supuestamente derivado de la consanguinidad.

Enseñarnos a cocinar es valioso

La mamá le enseñó a cocinar a la hija: mi tía. Ella fue la mayor de cinco hermanas a quienes ayudó a criar. Cuando entró a la secundaria se inscribió al taller de diseño industrial, pero su papá le prohibió tomar esa materia y la cambió al taller de cocina. Allí adquirió técnica, práctica y desarrolló la admirada habilidad del buen sazón. Pero también encontró placer en mezclar sabores, inventar platillos y recibir alabanzas de los comensales.

A sus casi 60 años planea jubilarse y montar un negocio: una cocina que lleve su nombre. Sueña con decorarla tipo hacienda mexicana: paredes de color amarillo canario, comedores de madera rústica, manteles coloridos, vajilla de barro. Piensa cocinar hasta que ya no tenga fuerza, por puro deseo y gozo. Espera que sus hijas continúen con ese negocio; luego, imagina, ellas lo transmitirá a sus nietas y así permanecerá una parte de ella a través de generaciones. Cuenta todo esto mientras me muestra paso a paso la preparación de la cochinita pibil, en la cocina de mi casa, donde me visita después de años de no vernos y mantener una relación casi nula.

Pienso en la conexión y el intercambio que hacemos sobre la preparación de alimentos, sí, pero también sobre sus anhelos, pensamientos, vivencias que nunca antes me había compartido. Todo mientras deshacemos el achiote a cuatro manos. Pienso y le digo, aunque seguramente ya lo sabía: esa misma habilidad, impuesta en un primer momento, resignificada por ella misma, es un conocimiento valiosísimo, tanto como el diseño industrial.

La cocina es nuestro espacio familiar separatista

Fuente: La Razón

En nuestras reuniones familiares el lugar de las mujeres es la cocina. Somos mayoría y aún así todas participamos, todas nos necesitamos. Nuestro espacio es exclusivo porque así lo elegimos.

Me involucré en tareas de apoyo a las cocineras expertas cuando comprendí que el estadio intelectual y artístico anhelado no estaba ni estará jamás —por lo menos mientras yo esté presente— en los grupos de los varones.

Sin embargo, sí lo encontré al incluirme en la cocina, donde he aprendido de otras mujeres técnicas, tácticas y trucos en múltiples artes y ciencias. Además, allí, en la seguridad de un espacio verdaderamente nuestro, es donde nos hemos confesado los secretos más privados que tanto nos acercan las unas a las otras. Nos hemos reído,  enojado, gritado, emocionado como en ningún otro lugar de la casa.

Desde hace tiempo ya no juzgo desde la medita patriarcal nuestro dominio de este espacio. La cocina es mi lugar también, lo he asumido, hasta disfrutarlo, no sin antes cuestionarlo y ambicionar que un día todas podamos reapropiárnoslo desde el gozo. Deseo que la cocina sea un lugar más de encuentro entre nosotras, con las mías.

Ahora puedo quitarle la carga negativa y dar un nuevo valor a la expresión que bien podría significar la revalorización de ese espacio como uno feminista separatista: las mujeres, ¡a la cocina!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

La Crítica