Por Andrea Olga Lague Gonzales
Graciela tiene 10 años, desde muy chiquita su mamá la llenaba de todos los colores rosa que podía: rosa en los vestidos, rosa en las moñas, rosa en sus mochilas, y nunca se quejó, más bien, estaba tan acostumbrada que le parecía normal elegir el rosa en todos sus accesorios.
Hoy es navidad y va a abrir los regalos que «papá Noel» dejó bajo el árbol, está el diario que pidió, el peluche de mapache y la bata de noche, ¡qué lindo!, lleva su bata a su cama, se la pone muy rápido, se mira al espejo y algo no va, es el color, y aunque parece que una estola de piel suave cubre su cuerpo, descubre de pronto que no le gusta el rosa.
No quiere romper el corazón de mamá pues sabe que no hay tal «Santa» y que ella se lo compró, los siguientes días lo tiene en su cama y lo usa cuando mamá le recuerda que tiene una bata.
Graciela está creciendo y toda su ropa rosa ya no le es interesante, empieza a buscar la ropa de sus hermanos mayores, no deja que le compren ropa nueva, no quiere usar moñas y hasta dejó las mochilas rosas.
Su mamá la mira extrañada, pero ya se ha dado cuenta, se sienta a su lado y le dice: «Hijita, ¿ya no vas a usar esa bata?».
En realidad, a Graciela no le agradó desde que la vio, pero no quería entristecer a su mama, tenía que decirle que no y no sabía cómo.
Su mama se adelantó: «Bueno, entonces regálamela, a mí me queda muy bien».
Graciela la abrazó, no hacía falta decir más, mamá ya lo sabe y no se va a enojar.