Cultura

[Relato] El Local

Fotografía de Alejandra Aragón

Por Ivonne R. Carlos

 

“Hice, desde los cimientos hasta arriba, una casa de seguridad”, me dice con un prolongado tono de orgullo, arrastrando las palabras como si no quisiera terminar esa anécdota acontecida en los ochentas.

Hace una pausa, suspira profundo y yo evoco desde la infancia las tardes calurosas de Ciudad Juárez cuando tratábamos de refrescarnos con un abanico sin agua, acostándonos en el piso de cemento liso de un pequeño cuarto en donde aquel grupo armado preparaba las siguientes acciones a realizar. Con burrito de frijoles en mano, jugábamos a escondernos de los rayos del sol, sin quitar oreja para no perder el hilo de lo que los adultos conversaban. En ¨El local¨, como le llamaban, dejaban la puerta trasera abierta, así que nos dábamos unas vueltas al patio para jugar sobre las bicicletas, pero yo entraba constantemente, atraída por el olor del mimiógrafo. Continuamente nos asomábamos para ver cuántos volantes habían sacado, aunque luego de un par de horas comenzábamos a preguntar hasta el cansancio si tocaba ir ya a la Plaza de Armas.

Han pasado casi 25 años desde aquel diciembre de 1991 en que la llevaron presa por colaborar en una de varias expropiaciones bancarias, esa vez en Ciudad Juárez, lo que sería el fin de su lucha guerrillera.

Ana, mi madre, medita un momento, se acomoda los lentes de inmensa graduación y detalla con paciencia su precoz inicio en los movimientos allá por los setentas con la huelga en el Instituto Tecnológico Regional de Ciudad Juárez (ITRCJ). Su trabajo se intensificó tiempo después, colaborando con el Comité Independiente de Chihuahua de Presos y Desaparecidos Políticos (CICH), participando en los grupos de estudio marxistas-leninistas implantados en varios puntos de la ciudad, grupos de estudio que la llevaron hacia el PROCUP-PDLP[1] por un camino más radicalizado.

Para mediados de los ochentas, decidida a terminar la preparatoria nocturna y con dos hijos a cuestas, se permitía cantar en bares. No era realmente por dinero, a ella le apasionaba. Yo tendría como nueve años y mi hermano siete. Si no tenía en dónde dejarnos, nos metía a escondidas al bar. Nos acomodábamos detrás de una vieja y descolorida cortina a escucharla cantar, mientras la gente seguía la tonada y el lugar se llenaba de humo. Yo también tarareaba tímidamente a Mercedes Sosa y a Silvio, quedito, como si no tuviera alrededor todo el ruido de la noche, como si no estuvieran las personas embriagándose a morir y divagando sobre cambiar el mundo, sin importarles si yo movía o no ese trapo maloliente que era la cortina para poder ver por una rasgadura la figura iluminada de mi madre.

Una noche no llegó a casa. Yo la esperaba ansiosa porque era la fiesta de cumpleaños de uno de mis amigos. Esa mañana, cuando nos dejó en la primaria, nos dio beso como acostumbraba y se despidió de forma extraña. -Si algo me pasa…- dijo con la voz cortada, y no recuerdo lo que le siguió. Después, éramos mi hermano y yo navegando en un sitio desconocido, impulsándonos juntes para que no nos llevara la marea, para no asfixiarnos en la arena.

No sé cuántas veces la visitamos en la cárcel. Muy pocas, verdaderamente. En ese entonces, adolescente yo, no me importó que casi me desnudaran o me tocaran el cuerpo los guardias de la prisión de forma violenta. Yo sólo quería atravesar el largo pasillo repleto de hombres presos acechando y acosando para entrar en esa mediana y fría sala con bancas para esperar por mi madre. Me ponía nerviosa, me proponía no llorar cuando la viera porque si yo lloraba, ella lloraría y ya tenía suficiente con estar ahí. Entonces llegaba, emitía su mentira piadosa de que estaba bien y en un dos por tres se escuchaba el silbato anunciando la premura del tiempo. Nos despedíamos y, al salir al carro, apenas podía recordar su olor y su abrazo.

Nunca vimos venir esta racha de años. No entendí de niña cómo es que el juez no me creyó que mi madre era eso, mi madre, una persona cariñosa, estudiante nocturna, ama de casa que limpiaba y adornaba la casa cuando podía, que jugaba por las tardes y nos leía cuentos con voces en diversos tonos, que iba al gimnasio, hacía la más rica comida y tomaba las tijeras para podar sus plantas lo mismo que agarraba las armas para pelear por lo que se suponía sería un mundo mejor para nosotres.

Casi cinco años después, mi madre regresó, salió de prisión. No volvía a la guerrilla sino a construir de nuevo nuestra casa. No entendieron que ella nunca, ni antes ni después, estuvo desarmada.

 

 

 

 

 

 

 

 

[1] Partido Revolucionario Obrero Clandestino Unión del Pueblo – Partido de los Pobres.

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La Crítica