Convocatoria

[Recetas de las ancestras] Frijoles con ombligos

Por Eréndira Cruz 

No cabe duda que la memoria sostiene, y la cocina

ligada a mis recuerdos me han sostenido durante este

encierro, durante esta soledad.

 

En la memoria de mis afectos, en los recuerdos nublados de una cocina: un fregadero, una estufa blanca y un refrigerador…. Miro como quien mira a través de las ventanas del pasado, como si fuera un sueño, miro a mi abuela Rosita (Fernanda era su nombre escrito en el acta de su nacimiento, acta que se perdió en una inundación cuando ella era pequeña y vivía en Hidalgo, su tierra natal). Siempre he pensado que cambiarse de nombre fue una estrategia de resistencia; ella me contaba que no se identificaba con Fernanda, que Rosita le venía mejor. Fue así que decidió re-nombrarse y con ello asumir otra identidad: más florida, más colorida, ¡vayan ustedes a saber! A mí me complace pensarle floridamente en los salones de baile donde conoció a mi abuelo.

     Rosa, Rosita, Doña Rosa fue una mujer de carácter fuerte, de ceño fruncido, autoritaria y “enojona”, eso decía la gente que la conocía (o que creía “conocerla”). En la familia la Tía Rosa era de cuidado, porque a su hija y su nieta (o sea yo) nos había criado con valores restrictivos: “siéntate bien, saca buenas calificaciones, sé la mejor”. Ya después tuve que gestionar desde mi cuerpo mi propia libertad.

Doña Rosa era ruda, recuerdo que a mí me dejaba de hablar si sacaba 9 en la escuela (la única calificación permitida era la excelencia medida en un número), pero también era la persona más tierna e importante de mi vida. En vida nunca la llamé abuela, siempre fue Mami Rosi. Aún recuerdo su silueta sentada a la orilla de su cama, el sol entrando por la ventana de su cuarto, la televisión prendida sintonizando una película del cine de oro mexicano y yo jugando, colocando telas, trapos, muñecos y toda clase de improvisaciones y artilugios que ella me permitía: a nadie le dejó hacer y deshacer tanto como a mí.

Compartíamos la cocina siempre, porque yo pasaba la mayor parte del tiempo en su casa mientras mis papás trabajaban. Había platillos que preparaba entre los que destacaban la tortita de huevo con frijoles, el espagueti con trigo, los hígados a la mexicana, la sopa de pollo con espinacas que me hacía cuando estaba enferma, el delicioso arroz con leche, el mole y arroz para las ocasiones especiales. Pero el platillo que más recuerdo, y que en estos tiempos de pandemia he vuelto a hacer desde mi memoria, son los Frijoles con ombligos.

Para los frijoles, necesitas:

Frijol negro, la cantidad que quieras, debes limpiarlo y dejarlo remojar una noche antes

1 cebolla

2 dientes de ajo

Epazote, mucho, ese es el secreto del sabor

Manteca

Una bola de masa (la comprábamos en la tortillería de la colonia, recuerdo el olor a masa caliente que se desprendía del negocio, recuerdo estar en la fila, esperando con mi trapo para las tortillas, recuerdo el ruido de la máquina y los engranes, recuerdo la sensación cálida, y la tortilla con sal que te daban al comprar)

1 manojo de rábanos (del merado de Portales, del puesto de la señora que siempre nos saludaba)

Lechuga picada (también comprada en el mercado, lechuga fresa siempre, verde, recién traída)

Varios chiles verdes picados finamente (el chile de “amor”, de a mordida esta vez no, sino picado)

Sal, el sabor de la vida

Orégano molido

Agua

Primero pones a hervir los frijoles con agua, un trozo grande de cebolla, tus dos dientes de ajo y un poco de sal, no mucha porque se te salan. Los dejas hervir, hasta que empiecen a oler sabroso.

Mientras, vas preparando tu masa, le echas agua de a poquito, para que vaya agarrando consistencia, le pones tantita manteca, para darle sabor, y sal. Luego vas haciendo bolitas, todo es con las manos limpias, hay que meterle mano a la cocina, no tenerle miedo. Haces las bolitas con manteca, le echas otra pizquita de sal. El chiste de las bolitas es que tienes que hacerle un hoyito con tu dedo, como una cunita, ¡haz de cuenta un ombligo de masa!

Cuando tus frijoles ya están hirviendo, cuando ya están suavecitos, le echas los ombligos, ahí se van a cocer junto con tus frijoles. Luego echas el epazote, ¡mucho! Porque ese le va a dar más sabor. Dejas que todos los sabores se sigan mezclando y que las bolitas se vayan cociendo.

La hora de la servida era la más sabrosa, Rosita siempre tenía platos pozoleros, de esos grandotes, coloridos y de cerámica. Servía los frijoles y encima les ponía la lechuga picada, los rábanos picados también, el chilito verde, y orégano. Se servían calientitos y de preferencia con tortillas de masa. ¡Sí, más masa. Porque sólo así sabe la comida caldosa!

Recuerdo el sabor de los ombligos cocidos con los frijoles, recuerdo el olor al epazote hirviendo y la olla tiritando de sabor. Los ombligos, ahora lo comprendo bien, llevaban ese nombre para ligarme a ella, porque de ellos surgía el alimento, el sostenimiento en condiciones extremas, porque por el ombligo adquieres los nutrientes, escuchas el latir del corazón de tu madre y también el de tu abuela, y el de su madre y la madre de su madre al mismo tiempo. Ahora entiendo todo, los ombligos de masa me mantienen unida a una  historia de mujeres que no conozco y a otras que sí: mi madre y mi abuela y cuyos rostros e historias reconozco a través de sus sabores.

Ahora entiendo el caldo de frijoles con ombligos, la unión y la fuerza del alimento. Mi lengua guarda la memoria y mis ojos como un sueño, siguen mirando a las ventanas del pasado, para de cuando en cuando regresar, entrar ahí, en lo más profundo de mis afectos, recordarla y traer al presente su compañía, su sabor y no sentirme sola.

Ahora entiendo y me siento ligada por nuestros ombligos, en este gran camino de la cocina, el alimento, el cuidado y el sostén de nuestras vidas.

Frijoles con ombligos. Eréndira Cruz. Bitácora visual de cuarentena. Archivo personal. Mayo, 2020.

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La Crítica