Ilustración de Maggie Cole

Por Xóchitl Rivera Beltrán

Mi manada.

Sé cómo huele el sudor de Raquel y el de Eugenia. Ninguno me molesta. Sé como huele Teresa y como son los pies de Aura, los de Marcela o los de Yuliana.

Sé que a Teresa y a Raquel, como a mí, les gusta el café, aunque a Raqui le produce irritación y lo consume poco. Aura y Marce prefieren el té, Yuliana el chai. A Raquel le gusta el whisky, la buena música, el vino y el sándwich de trucha, sé que podría reconocer su cabello a varios metros a la redonda.

Conozco la distancia que hay entre los ojos de Marcela y la forma en que se curva la nariz de Yuli. Sé del silencio glacial de Aura cuando algo le preocupa y se recluye. Conozco la longitud de las piernas de Teresa y cómo se siente su abdomen.

Si hubiera una situación de vida o muerte podría distinguir el iris de Yuliana de entre miles de tonos miel o el verde del de Aura.

Sé que Teresa y yo tenemos el mismo paladar: chocolate, café, mariscos, coco, miel.

Sé cómo luce el vello de los brazos de Eugenia y que Yuli llora ante el devenir piedra o que el torso de Raquel vibra de una especial manera.

Sé que a Teresa le pesa decir que está cansada y que necesita parar un tiempo el entrenamiento. La penúltima vez algunas lágrimas asomaron a sus ojos y yo la abracé largo rato conteniéndole su nudo, ella besó mi brazo.

Sé que Aura y Yuliana suelen tener roces, que a ambas les gusta cocinar y que las dos llegan a tener ese silencio de hielo que menciono; que con la primera he improvisado poco y que con la segunda, en cambio, mucho.

Conozco la introversión que a todas nos caracteriza y que se divide en grados y contextos. Reconozco el tono de voz de cada una y cómo cambia si están tristes, preocupadas, enojadas o felices. Sé de la confianza que les genera mi presencia, si acaso por poco amenazante o porque hay algo que las serena.

Teresa conoce el peso de mi cabeza, la forma de mis ojos y el límite que me cuestiona y atraviesa; Yuliana la calidez de mi hombro y la atracción que me genera; Marcela el lenguaje quieto con que a veces hablo de lo que me aqueja; Aura conoce mis demandas, mi temor al riesgo y el llanto silenciado; Raquel sabe de los destellos que en mi movimiento no terminan de ser luz. Acaso también conocen el olor de mi cuerpo o la cercanía que en la danza establecemos Yuli y yo, los gestos que hago cuando se anuncia una pausa en el entrenamiento o la mirada que oculto cuando entro al salón.

Dudo si soy parte o me pregunto si más bien orbito, como alguna vez le reclame a Aura. Hace poco movida por esa duda huí luego de cierta conferencia a un restaurante cercano. En mi huida había querido evitar algún posible rechazo, pero ellas llegaron al poco rato, justo ahí, se integraron a mi mesa como los enanos entrando a casa de Bilbo Baggings, incluso hicieron chistes sobre las nuevas clases que estoy tomando: “nos estás cambiando”. Sé que los programas de mano no llevan mi nombre y que soy más psicóloga que bailarina, pero existe algo, un lazo que no necesita ser legitimado por nombres de compañías o de presentaciones, un nodo que se le escapa a la Historia y que hasta ahora sólo consigo nombrar así, por medio del olor y los demás sentidos.

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La Crítica