Angélica Jocelyn Soto Espinosa

Con frecuencia leo en las noticias un titular que dice más o menos así: México, el peor país para ser mujer. Lo utilizan principalmente para notas que tienen que ver con brechas por sexo en temas de seguridad, economía y empleo. Pero cuando lo leo, siento como si me expulsaran de mi propia casa y como si se me negara el derecho a existir en el mundo, porque -bajo esos criterios- ¿qué país sí sería para nosotras?

Sin decirlo, pretenden enviarnos el mensaje de que no hay lugar para la existencia de las mujeres. Nos lo dicen a nosotras, ¡a nosotras! que crecimos en casas ajenas, que fuimos relegadas al espacio más chiquito por no ser merecedoras de un lugar, que somos migrantes o desplazadas y que, aún después de trabajar tantos años, rentamos cada suelo que pisamos.

Y no puedo dejar de pensar en el dilema: cuando una mujer es agredida por su esposo, por su padre o por su hijo se hace urgente que ella huya de su hogar, pero ¿quién debería en realidad abandonar la casa bajo el riesgo de perderlo todo, de no saber dónde va a dormir en la noche?

En efecto, puede ser ahora mismo el peor país para caminar sola, para ser trabajadora, para ser niña y vivir entre pedófilos, para el noviazgo con potenciales feminicidas y para ser dueñas de algo.

Sin embargo, varias de nosotras hemos apostado por no morir, apostamos a crear. Construimos (unas más y otras menos) lugares seguros, felices, autosustentables y tan autónomos y libres que es imposible que se nos expulse de ellos, porque son nuestros. Y eso también es el mundo que ahora mismo habitamos, que transformamos y que construimos todos los días.

Tal vez en términos económicos y de seguridad no nos pertenezcan las calles, las noches, la propiedad privada, las grandes industrias, ni los gobiernos, pero sí nos pertenecen otras prácticas y otras formas de organizarnos que en lugar de depredar, construyen.

Nosotras habitamos (y es eso lo que realmente nos pertenece) cada día que estamos con otras mujeres, la forma en la que amamos y jerarquizamos esa relación por encima del vínculo con cualquier hombre; nos pertenecen los espacios en los que podemos decidir a quién admitir y a quién no, en los que ponemos las reglas, por ejemplo, de tratarnos tiernamente, desde la honestidad y la empatía, sin clasismo, sin gordafobia y sin instrumentalizar a nadie. Habitamos y nos pertenecen cada idea, minuto y moneda que apostamos para compartir con las otras y no con ellos.

Habitamos los proyectos económicos y profesionales que iniciamos juntas; los ahorros comunitarios; las letras que escribimos y que leemos de otras; los medios de comunicación para la difusión de nuestros pensamientos; y los proyectos cuyo objetivo es acompañar a las que resisten.

Las mujeres habitamos en la historia de México, donde otras también construyeron los medios para la propagación de sus ideas, fundaron escuelas para niñas, inventaron formas de sanación, partería y aborto; crearon palabras, narrativas y discursos; fundaron ligas y agrupaciones de resistencia; y organizaron en colectivo sus propias formas de protesta.

Como esas historias, también nos pertenecen las sobremesas con las tías, los consejos y los relatos de las mamás y las abuelas, y hasta el grupo de mujeres que baila en círculo en todas las fiestas.

Existimos en las calles que caminamos juntas, en el taxi que compartimos con la otra, y en el chat en el que avisamos que llegamos bien a casa; y también existimos, e incluso nos reinventamos, cuando tomamos la mano de la otra y defendemos frente a nosotras mismas la posibilidad de renunciar al amor, sexo, intelecto, admiración y cuidados que devotamente le entregamos a los hombres.

También habitamos nuestro cuerpo, hay que decirlo varias veces. Y habitamos nuestras emociones una vez que las identificamos. Existimos en el tiempo que dedicamos a nuestra salud mental y física, y a movernos sin miedo a ser juzgadas. Existimos cada que hablamos de nuestra vulva y nuestra sangre. Existimos en nuestro grito y también en nuestro silencio.

Seguramente hasta habitamos juntas esa fantasía de compartir la juventud y la vejez con amigas, con la hermana o con la madre y la abuela, en una casa comunal pero propia y con jardines, donde no sirvamos a nadie, donde no nos sirvan a nosotras, donde no corramos tras la urgencia, donde el tiempo y la decisión sea nuestra y donde experimentemos plenamente el sentido de la palabra libertad.

Y hemos insistido tanto en que este mismo mundo es nuestro, que algunas de nosotras apostaron incluso por defender el agua, alimentar y cuidar a los animales, proteger a la infancia, y defender los bosques, los lagos, el aire, los mares y los ríos.

Y sí, aunque seamos nosotras quienes lo sostenemos, físicamente es posible que se nos expulse de esas tierras, como a las desplazadas por la violencia machista, la pobreza, los megaproyectos o las guerras, como a las migrantes de Centroamérica a quienes se les niega la existencia en su país y en el nuestro.

Pero ellas mismas, las desplazadas, nos han puesto el ejemplo de que si caminamos juntas podemos volver a construir nuestro mundo. Ahí están las de Colombia que tras el conflicto armado se hicieron una “ciudad de las mujeres” para refugiarse y defenderse de la violencia de ambos bandos; o las indígenas guatemaltecas que hicieron su propia ley para hacerse justicia a sí mismas; o las kurdas, que en medio de una guerra, construyeron un pueblo que sólo habitarán ellas.  

El mundo que nos pertenece no es el de los hombres ni es de fantasía, es uno que nosotras ya estamos creando en los espacios físicos y en los imaginarios; es un mundo que ha resultado del trabajo sostenido de otras mujeres, principalmente de las campesinas, las indígenas, las “amas de casa”, las libres pensadoras, las que están presas por matar a su agresor, las lesbianas, las revolucionarias y las rebeldes. Hicieron la casa que hoy nos acoge… y que a nosotras nos toca agrandar.

Ilustración: Victo Ngai

Honestamente, es posible que ahora mismo no siempre trabajemos para ese mundo, pero no por ello abandonemos la idea de que también habitamos en nuestras renuncias y desobediencias de cada día.

Construir significa también un proceso en el que escapamos (unas más rápido que otras) a un sistema patriarcal que hace todo para mantenernos dentro para que les sirvamos, y que -paradójicamente- también hace todo para tenernos fuera si vamos a estorbarle.

De todos modos, avanzamos en la construcción de ese mundo cuando tomamos decisiones de amor propio y entre nosotras, y formamos juntas la utopía de otro mundo posible. Y esto hace que México, y el mundo en general, no sea exactamente el peor lugar para crecer y ensanchar hacia todos los lados nuestra magnífica existencia.

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La Crítica