Denuncia

Cuando tu “amigo” también es tu agresor

Por Angélica Jocelyn Soto Espinosa

Un argumento muy usado por los agresores para deslegitimar una denuncia contra ellos es de este tipo: “Teníamos una relación, terminó mal y su denuncia es una venganza de índole personal”.

Lo que esconde este argumento es que la violencia contra las mujeres no sólo ocurre en las calles, sino (y con mayor frecuencia) dentro de relaciones personales, íntimas. De hecho, muchas veces las víctimas identifican la violencia luego de muchos años y es cuando deciden acabar esa relación. Denunciar, en estos casos, es un acto político, de reivindicación, de justicia y no de venganza. Es claro: “conflicto personal” y violencia contra las mujeres no son conceptos antagónicos, muchas veces son lo mismo. 

Digo esto a propósito de un hecho que me implica personal y, como siempre ha enunciado el feminismo, políticamente. 

Durante las manifestaciones del #Metoo en México en 2019, personalmente apoyé desde mi perfil de Twitter dos denuncias anónimas contra Fernando Miranda, co-editor en El Universal. 

 

 

Se le acusó a través de la cuenta de PUM de ejercer violencia contra quienes fueron compañeras suyas. Sin haber identificado entonces a las denunciantes, sentí la obligación ética y moral de apoyarlas porque en el pasado constaté que Fernando Miranda ejerció violencia psicológica y económica. 

Seré clara: Fernando y yo sí fuimos amigos cercanos, vivimos juntos durante la universidad, me acompañó en varias etapas de mi vida y fuimos colaboradores en más de un proyecto profesional. Una amistad entrañable. Pero eso no anula el hecho de que, en medio o a costa de ese vínculo íntimo, me agredió a mí y a una amiga en común. De hecho, el antecedente de tenernos confianza sólo agravó las implicaciones de su violencia. 

Les describiré los hechos. Fernando era el único hombre en un equipo de trabajo de casi 10 integrantes. Durante un proceso grupal de valoración al cierre de un proyecto, una compañera llamada Yuliana López, lo acusó frente a todas de ser abusivo con ella y las otras, de gritar, de demeritar el trabajo, imponer tiempos y actividades a su conveniencia y de valerse de su condición de género para apropiarse de la relación con quien fuera nuestro cliente, también hombre, pues Fernando decidió que el pago para todas se hiciera a su cuenta bancaria y que él llevaría las negociaciones. Siempre se respaldó en el argumento de que su trabajo era mejor que el del resto.

Yo le hice, frente a todas, los mismos señalamientos que Yuliana e incluso sugerí en varias ocasiones que el dinero se distribuyera en más de una cuenta para evitar un abuso. 

Fernando no sólo se negó a distribuir el dinero, sino que tras los señalamientos —que se le hicieron en un espacio de confianza que creamos para decirnos lo que podría mejorar en el grupo— difamó a Yuliana y en los días siguientes rechazó darnos a nosotras dos la parte del dinero que nos correspondía. Tuvimos que ir hasta su casa varias veces para que nos pagara. Sólo así, y luego de agredir verbal y psicológicamente a Yuliana, nos dio nuestro pago. Pese al profundo cariño, decidí desde entonces terminar mi relación laboral y de amistad con él. 

Cuando las denuncias contra Fernando se hicieron públicas en el contexto del #MeToo, él negó la acusación, dijo que se trataba de un “problema personal” con una vieja amiga y puso como aval de su reputación los comentarios de apoyo hacia él que hicieron sus colegas. Sin embargo, fue él mismo quien pidió a otras mujeres en mensajes privados que lo defendieran. Una de ellas me hizo llegar en privado los mensajes para que yo los hiciera públicos. 

 

En ese entonces lo que más me sorprendió fue que los argumentos de Fernando cobraban sentido para algunas personas. Sí, fuimos amigos. Sí, la agresión ocurrió en el marco de una relación de confianza, pero eso no niega el hecho de que él cometió violencia económica y psicológica y que se aprovechó de su condición de hombre para gritar, imponer, demeritar y abusar de un equipo de mujeres. 

Esto también reveló un profundo desconocimiento sobre qué es y cómo ocurre la violencia contra nosotras, por lo que me parece importante y urgente explicar de nuevo los hechos. 

La Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia dice que la violencia también ocurre en las relaciones de trabajo; que la violencia psicológica puede ser cualquier acto u omisión que dañe la estabilidad psicológica con insultos, humillaciones, devaluación, comparaciones destructivas, rechazo, restricción a la autodeterminación y amenazas; y que la violencia económica se manifiesta a través de limitaciones encaminadas a controlar el ingreso de las percepciones económicas, así como la percepción de un salario menor por igual trabajo, dentro de un mismo centro laboral.

Cuento todo esto porque en días pasados la periodista Gardenia Mendoza escribió en el medio La Opinión un artículo al respecto del #MeToo. Ahí entrevistó a Concepción Peralta, ex editora de El Universal y quien fuera compañera de Fernando Miranda. Peralta habló de las denuncias contra él como si no tuvieran validez dentro del movimiento de esos días. 

“Está bien que busque visualizar el problema en redes, pero debe haber cierto cuidado… yo estoy en contra del anonimato porque se presta para cosas perversas  y el linchamiento (…) Al parecer hubo una diferencia profesional con quienes lo acusaron, pero Fernando siempre ha sido muy progresista y respetuoso de las mujeres. Cuando fue mi coeditor impulsó muchos artículos de apoyo y defensa feminista y no se vale que se le meta en el mismo costal por una venganza personal: eso es desleal”, dijo Peralta en el artículo. 

Escribo este texto no para que se juzgue de manera particular a Fernando Miranda por sus agresiones, ya poco importa. Lo hago para invitar a reflexionar a toda aquella que crea que las denuncias por violencias que ocurrieron en el marco de “conflictos personales” no son legítimas.

A ustedes les pregunto: ¿consideran que hubiera sido mejor callar estas agresiones? ¿Hay que denunciar cuando la violencia escale o el agresor reincida? ¿Piensan que sólo el feminicidio y la violación son dignas de denunciarse? ¿El resto de las violencias, por ser menos visibles o estar más naturalizadas, tienen una menor jerarquía en la exigencia de justicia? ¿Un agresor no puede ser una persona cercana y conocida? 

Reflexionen, colegas, sobre el daño que hacen sus argumentos contra la intención que pudiera tener cualquier mujer de denunciar a una persona que es cercana a ella. ¿Qué se dirá en adelante la víctima?: «No es violencia, es un mal día en nuestra relación»; «No amerita denuncia porque sólo descalificó mi trabajo o retuvo mi pago»; «No es violencia lo que vivo dentro de mi trabajo o con mis “amigos” porque la violencia contra las mujeres sólo ocurre en las calles, por desconocidos o por “monstruos”, no por gente normal, no por periodistas, no por activistas, no por artistas»; «Si ellos dicen que defienden los derechos de las mujeres, debo creerles aunque en sus prácticas no lo parezca»; «Si no me agrede a mí, no debo creerle a las otras».

Quienes defienden aún hoy a Fernando repiten otras falacias comunes para deslegitimar a las víctimas: “Yo trabajé con él y a mí no me hizo nada”. O peor aún: “Él está a favor de las mujeres e incluso ha impulsado esa agenda dentro de los medios”.

¿Cuántas veces no hemos visto a lobos con piel de oveja en los medios de comunicación? Justo eso demostró el #MeToo: muchos hombres periodistas escriben sobre los derechos de las mujeres sin necesariamente llevar ese discurso a su vida. De hecho, hacer de los discursos progresistas su bandera es la forma en la que se “vacunan en salud” frente a futuras denuncias y también es una forma de lucrar y ganar reconocimiento con un tema que les es en realidad ajeno desde el papel de quien la padece.

Lo que Fernando y otros hombres quieren que veamos es que “el agresor” no puede ser él, sino que se trata de un ser antisocial, casi de ficción, que está afuera de nuestras casas, en los lugares oscuros, acechando a la más débil. 

Nos toca a nosotras darnos cuenta y avisarnos que el agresor es un ser perfectamente bien insertado en la sociedad, que la mayoría de las veces daña a través de las herramientas cada vez más sofisticadas que tiene (como un buen discurso, una profesión, reconocimiento) para que su víctima, cada vez más alerta, no note el engaño y pueda devorarla profesional, psicóloga, creativa, económicamente. 

Nos duele reconocerlo, pero el patriarcado se materializa en hombres reales, que pueden ser nuestros amigos, hijos, maestros, compañeros de trabajo, amores de toda la vida, quienes dañan de manera real. ¿A qué mujeres? A las que están a su alrededor, a cualquiera, a todas, a ti que lees esto. 

Como una periodista que todos los días desde hace muchos años escribe sobre la condición social de las mujeres, como mujer, y como víctima de más de una forma de violencia y muchas veces denunciante, las invito, colegas, a que seamos más claras y más responsables con la cobertura y el análisis que hacemos sobre estos temas. Frente al contexto feminicida que nos acecha, ¿seguiremos siendo plataforma de discursos desinformados, estigmatizantes y que buscan menoscabar el poder de estas denuncias que tanto trabajo costó arrancar del silencio?

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

La Crítica