Por Mandarina

Siempre recuerdo esta frase de Gloria Anzaldúa, porque la primera vez que la leí, lloré, como si compartiéramos una historia. Y un poco sí, aunque no la misma.

Estas mis dos manos

Rápidas para darme cachetadas

Antes de que otras me las den

Me recuerda el sentir que no me quiero. 

Me recuerda las veces que me castigué a mí misma con dolor, con rabia, las veces que deseé tener otro cuerpo, ser otra. Rápidamente juzgándome, rápidamente revisando los defectos que debían ser corregidos, la peor. Sintiendo que esas manos mías son mis enemigas. Como si estuvieran separadas de mí misma.

Hoy me pregunto, ¿será que ese odio es mío? ¿Quién me enseñó a odiarme de esa forma? ¿Cuándo empezó? La misoginia, el odio que tengo a mi propio rostro, a mi contextura pequeña, a mis manos, a mis piernas, no es un odio mío. Es un odio de los demás. Es producto de cómo otras personas han visto mi cuerpo, han visto mi existencia. Y nunca imaginé que todo esto cobraría una forma tan material, tan íntima y tan explícita en la fotografía.

Con este nuevo acercamiento a la fotografía, buscando crear una mirada más propia, una feminista, me preguntaba cuál era mi mirada sobre mí misma, será que realmente alguna vez nos hemos visto a nosotras mismas. No sé, es que, ¿cómo sabemos que nos hemos visto con nuestros ojos, desde nuestra propia mirada y no la de otros? ¿Cómo sabemos la manera en que queremos vernos, mostrarnos, retratarnos es la que de verdad quiere nuestra cuerpa y nuestro corazón y no la manera de otros? En realidad no lo sabemos, nos ordenan, nos mandan a vernos, a desear vernos y mostrarnos de una sola manera: una que plazca el gusto masculino, patriarcal. Nuestras cuerpas, nuestras imágenes, a su servicio, a su placer, a su atención, que sirvan y atiendan a su gusto. Que ellos aprueben, que ellos digan que cuerpo sí es bueno y cuáles no, que ellos digan cuáles son los que deben mostrarse y cuáles no.

Yo aprendí que no, que no me había visto a mí misma, de hecho, no sabía que me veía a mí misma con otros ojos. Pienso en las “Venus” y las representaciones paleolíticas y neolíticas de esas mujeres que eran y se sentían diosas, que podían verse a sí mismas y tallarse a su imagen y semejanza. Las pienso y me parece infinito e improbable cuánto amor hay que sentir por una misma para reconocerse, para sentirse merecedoras de estos retratos eternos como los que estas mujeres plasmaron. Me parece casi imposible un amor propio tan grande.

Pienso en la mirada que tengo, con la que crecí, la que me ha sido impuesta a mí y a todas las mujeres. La veo: llena de gordafobia, de misoginia interna, de misoginia hacia otras, de críticas de odio hacia otros cuerpos, de odio hacía mi propio cuerpo. Ese odio que es tan útil al patriarcado y al sistema colonial- capitalista. Esa mirada que nos hace vernos y querer parecernos más a esos tipos hegemónicos. Mi mirada, la que no es mía, está llena de gordafobia, de odiar la idea de ocupar mucho espacio, siempre desde el argumento de la medicina y de los cuerpos sanos. Aunque tengo un cuerpo pequeño y delgado totalmente privilegiado, me di cuenta que algunas de las partes que me generaban odio o rabia en mí misma son lugares gordafóbicos y hegemónicos: como no tener el abdomen más plano, senos más grandes.

Fotografía de Mandarina

Esa mi-mirada-que-no-es-mía es la que marcaba mi mirada fotográfica. Pensaba viendo fotografías mías, en lo duro que es verse a una misma, verme a mí misma, sin ese odio, me pregunto qué se sentirá. ¿Qué se sentirá verse al espejo y quererse mucho, consentirse, apapacharse, agradecerse? Pienso en la mirada de mis ancestras. Veo sus fotografías y veo los lugares comunes y dolorosos: veo el servicio, la atención a los demás, el vacío de auto percepción, de no saber cómo queremos ser recordadas, cómo queremos vernos. Y luego, veo que hay otro camino, otra posibilidad, que ahora yo misma las veo con otra mirada, son como diosas. Veo que siempre resistieron en la medida en que pudieron, que lucharon, que al ver fotografías recuerdan siempre las cosas más bellas, que recuerdan que les gustaba, que recuerdan sus plantas, sus ropas, a sus propias ancestras.

De pequeña tengo dos tipos de fotografías. Una haciendo muy mala cara otras fotografías totalmente espontáneas, con mi cuerpo por todo el espacio, jugando, riendo, divirtiéndome. Otras en las que era obligada a sonreír, a ser seria. Hoy las veo y me divierto, me río porque siempre he tenido un carácter marcado y también divertido. Pero luego, recuerdo cuando era poco más grande y empezó el juicio, empezó el no saber cómo actuar para esa cámara.

Siento que la fotografía crea pequeños infinitos, pequeñas eternidades. El tiempo no pasa en las fotografías, son registros imperecederos, nos devuelven en el tiempo, nos hacen eternas. Me gusta imaginar que soy y que las mujeres podemos ser protagonistas y autoras de esos registros eternos, imperdurables, históricos. Que, como dice Valentina, somos merecedoras de ese registro propio.

Me gusta imaginar que puedo estar en la fotografía sin que sea para nadie más, solo para mí misma. Solo para mí. Solo por mí. Que en la fotografía me siento, me sostengo, soy fuerte, soy suficiente, me acompaño, me abrazo, me tranquilizo, estoy para mí misma, me escucho, me agradezco por poder caminar, poder comer, poder dormir, poder ver, sentir.

De pronto, ahora sí, los ojos con los que me miro sí son los míos, sí son para mí. Para otras.

Fotografía de Mandarina

 

*Este texto es resultado del curso En Busca de mi Autorretrato Feminista impartido por Valentina Díaz en Ímpetu Centro de Estudios A.C.

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La Crítica