Literatura

[Autobiografía] Alejandra, la de siempre

Por Alejandra Millán

La mujer: contestataria, rebelde, temerosa, amorosa, solidaria, aguerrida

La niña: temerosa, triste, fuerte, desobediente, solitaria, rebelde

La adolescente: resentida, enojada, violenta, patriarcal, contestataria, rebelde

Alejandra la rebelde, la desobediente, la de siempre.

 

El pony

—¡Alejandraaaa! ¿Aleee?… Ale, ¿dónde estás?

—¿Se le perdió su niña, señora?

—Por aquí ha de andar, es que está haciendo berrinche

—¿Ale, se llama? Ahorita le ayudo a buscarla

—Gracias… ¡Aleeeee!

Todo eso escuchaba mientras me escondía en cuclillas entre los estantes de ropa de “La Comer”. Habíamos ido a comprar despensa y mi papá le había dado dinero a mi mamá para comprarme un “Pequeño Pony”. Yo vi. Yo escuché. ¿Por qué, entonces, mi mamá no quería comprármelo? Claro que estaba haciendo berrinche.

Es uno de los primeros recuerdos que tengo de mi rebeldía. “Siempre has sido muy rebelde, hija” me dice mi mamá con frecuencia. Y sí, lo sé, lo recuerdo.

Salí con una mueca triunfal de los estantes de ropa, con una mirada retadora y con una pregunta en la boca: “¿Me vas a comprar mi poni?”. Obviamente no me compraron nada, el resultado fue una mamá muy enojada, un par de nalgadas y regresar a casa sin haber comprado la despensa.

Como ese tengo varios recuerdos: Mi mamá enojada, frustrada, gritando, fumando, tomando, lidiando a golpes con una Alejandra de 3, 4, 5, 6 años. Y es que, ¿qué otra cosa se hace cuando te obligaron a parir a un bebé a los 13 años, mismo que murió a los pocos días de haber nacido?, ¿qué otra cosa se hace cuando tienes 20 años, no tienes a dónde ir y tienes una cría con necesidades reales que necesitan ser atendidas?, ¿qué otra cosa haces cuando la necesidad te obliga a vivir con tu cría bajo el mismo techo que aquél que abusó sexualmente de ti cuando eras niña?, ¿qué otra cosa se hace? Si me lo preguntan, yo no sé qué haría. Y no lo sé gracias a esas grandes alas que me han cobijado y protegido del mundo durante 30 años, pero nadie le enseña a nuestras madres a protegernos de ellas mismas, y eso, yo diría que podemos perdonárselos, pero todo esto lo aprendí recién. No siempre he sido la que soy ahora, por muchos años fui la Alejandra del berrinche por el poni, y de ella también quiero hablar.

 

El niño feo

Tenía poco más de 3 años cuando conocí a mi papá. Me escondí detrás de la barra de la cocina, asomé la cabeza y empecé a hacerle “cara de conejo” (ese gesto de mover la nariz arriba y abajo, frunciendo el cejo y mirando feo). “Niño feo” le dije, “niña bonita, ven come” me respondió. Salí de detrás de la barra. “No quiero, vete” dije enojada y le pateé la silla.

—Jajaja. ¿No quieres comer? Te compro un helado

—¿De qué?

—De lo que quieras

—Me gusta la nieve de queso, las vende el señor de las nieves

—Te compro una nieve de queso si te comes lo que te hizo tu mamá

—Vende de a cinco y de a diez

—Te compro una de a diez

—No, porque no me la acabo

—Te compro la de a cinco entonces

—O la de a diez y que me la guarde mi mamá

—Ándale, pero cómete el huevito.

—¿Cómo te llamas?

—Me llamo Luis. Mira, tu mamá te hizo “chocomil”

Y después de eso, se convirtió en mi persona favorita hasta el día de su muerte. Yo también me creí ese cuento del papá “feminista”, del papá que me enseñó mi valor y a “darme a respetar”. Conocí el feminismo algunos años después de su muerte, ¡y qué gran mentira me conté todos esos años creyendo que él había hecho más por mí que mi madre! Sólo era un hombre haciendo lo mínimo que podía hacer al conocer a una muchacha tres años mayor que él con una cría ya nacida. Me quiso mucho, me dio mucho amor, verlo como hombre y no como padre amoroso ha sido uno de los procesos más difíciles de mi andar feminista.

Creo que estar escribiendo sobre él ahora mismo es una prueba de que no he podido desprenderme de la parte de mí que sigue agradeciéndole por haber tomado a una niña de tres años y llenarla del amor y los cuidados que el padre biológico no quiso darme.

“Mami, ya ten a mis nietos, mero que siento que me voy a morir sin conocerlos. Y quiero ver tus bebitos, cargarlos, darles muchos besitos”, fue una de las últimas cosas que me dijo. Murió al mes. Y aunque hubiera vivido otros treinta años, no habría conocido más nietos que los gatos que me acompañan. Mejor así.

 

“Yo te esperaba”

Tengo 4 años, en mi casa hay una fiesta con botellas de whisky y cigarros, de la nada empieza a sonar: “Yo te esperaba y veía mi cuerpo crecer mientras buscaba el nombre que te di, en el espejo fui la luna llena y de perfil contigo dentro, jamás fui tan feliz…” entonces mi mamá me carga, me besa los ojos, la cabeza, llora. Yo lloro también porque no entiendo bien qué pasa. Con un vaso de whisky y un cigarro en una mano y conmigo en el brazo del otro lado, mamá sigue cantándome mientras llora y llora. Una escena repetida tantas veces en mi vida que a la fecha no puedo escuchar esa canción sin llorar. Hace unos cuatro días, mientras comía con la abuela, sonó en la radio. “Ya voy a llorar”, le dije y se me salieron las lágrimas. “Llora, mi niña, aquí hay más frijolitos”. Me sequé las lágrimas, pensé en mi mamá y seguí comiendo. Qué maravilla es el amor entre nosotras.

 

14 años

—¿Y si se cambian de casa?

—¿A dónde? Yo ya no quiero vivir en Apizaco

—Pueden buscar algo más céntrico, donde puedan vender algo en lo que tu mamá encuentra trabajo

—Ajá, pero allá. A ver, ¿por qué no te vas tú con tu hijo?

—Le bajas a tu tono y te recuerdo que estamos en esta situación porque te involucraste con “tal” y tienes que dejar de verlo

—Pues si nos quedamos a vivir allá, no importa que me cambien de casa, yo lo voy a seguir viendo. Y háganle como quieran

—Pinche chamaca rebelde

—Ya les dije

—Pues entonces regrésense para acá, mija. Esta chamaca va terminar haciendo una pendejada.

El papá de mi tío siempre fue la figura de respeto y autoridad masculina de toda la familia. Esta conversación ocurrió entre él y yo cuando yo tenía 14 años y me arrastraron a vivir a otro estado porque mi tío casi fue asesinado. “Y yo qué culpa tengo” pensaba siempre. “Que se vayan ellos con él, yo quiero mi vida, mi escuela, mis amigos. “Rebelde”. Yo no soy rebelde, rebelde ese wey que siempre está metido en problemas”. El chiste es que así aprendió a respetarme el señor al que llamaba abuelo, que, por primera vez, veía y nombraba mi rebeldía. Y sí, regresamos a la casa de siempre, al barrio de siempre. Donde tampoco quería estar, pero esa es otra historia.

 

Mi agresor

Empecé una relación con mi agresor a los 15 años, desde el inicio hubo violencia, pero de esa sutil, de esa que una ve normal porque eso aprendió. No estoy segura en qué momento pasamos a los golpes, pero tengo un recuerdo muy claro: cumplíamos un año de novios y él salió a comprar chucherías para que viéramos películas. Mientras se fue, buscando en su computadora encontré pornografía, correos a páginas donde se buscaba sexo, perfiles en páginas porno. ¿Me está engañado?, ¿esto es una infidelidad? En ese momento sólo ahí vi lo grave. Entonces regresa, entra al cuarto y le reclamo, lo siguiente que recuerdo es estar tirada en el piso mientras él me patea la espalda y las pantorrillas porque estoy hecha bolita. Dieciséis años tenía. Él para, le suplico que me regrese mi teléfono, que me deje ir. “Lárgate antes de que te siga partiendo tu madre, pinche puta”, me dice, y yo salgo despavorida.

Su prima era mi amiga y vivía cerca de casa de él, que era donde estábamos, así que le llamé llorando y me fui para allá. Por teléfono le dije que su primo me había hecho algo horrible, que si podía llegar a su casa. Me dijo que sí. Llego, me abre la puerta y me abraza, yo sólo lloré por un rato, no podía hablar, y cuando me calmé y le dije que me había pegado, me respondió “ay, eso qué, pensé que había sido algo feo, como que te había violado o algo así”. Me quedé callada y con esas palabras en mi mente pensé que pues sí, que qué exagerada.

A los pocos días me pidió perdón, me rogó, me juró que no pasaría otra vez. Por supuesto que pasó otra vez, una y muchas más durante otros 3 años. Entre infidelidades, golpes, celos, agresiones sexuales y mucha violencia, se me fueron varios años de mi adolescencia. Me detonó otra vez un trastorno alimenticio, me anuló y aniquiló de muchas formas y casi por completo. Todo en silencio, porque qué vergüenza que alguien sepa lo que está ocurriendo. Qué vergüenza que te pendejeen porque “por qué sigues ahí”. Qué vergüenza porque mi papá nunca le pegó a mi mamá. Qué vergüenza ser una mujer violentada. Y es que es tan duro el ciclo de la violencia.

¿Cómo podemos querer a nuestros agresores? Pues así, así porque de esa forma nos educa el patriarcado. Hablé muchos años después de que esa relación se terminó. Hablé cuando me volví feminista, cuando dejé de tener miedo, cuando pude, por fin, reconocerlo y nombrarlo como mi agresor y dejar de verlo como “el amor de mi vida”.

Hablé, y me di cuenta de que aquella vez que me persiguió con un cuchillo y me alcancé a encerrar en el baño y fue la puerta la que recibió las puñaladas, pude haber sido una más en este país de impunidad y de mierda. Hablé y me quité la culpa. Hablé cuando pude, como la mayoría. Hablé y sólo entonces, me liberé.

 

El barrio de siempre

Crecí en una casa con techo de lámina de cartón, piso de cemento y calles sin pavimentar. La primera vez que me bañé en una regadera fue cuando tenía 4 años y mi papá nos llevó a Acapulco. Antes de conocer a mi papá, mi mamá vendía esquites, pambazos, quesadillas infladas o chileatole, cuidaba niños y hacía el aseo de las casa de sus primas, y con eso íbamos saliendo. ¿En qué momento empezó a importarme vivir donde vivía, comer lo que comía, vestir lo que vestía? No estoy segura, pero sé que llegué a los 9 años sintiendo vergüenza de que mis compañeras de la escuela visitaran mi casa, vieran mis uniformes zurcidos o mi cabello sucio porque no me gustaba bañarme a jicarazos.

Fui, la mayor parte de mi vida, la morra que quería salir del barrio. La que quería “una vida mejor”, la que quería estudiar, trabajar en una oficina, vivir en una casa con techo de loza. Fui la morra que veía con desprecio todo lo que la rodeaba, la que veía como nacos a los vecinos, como pendejas a las vecinas que comenzaron a tener crías a los 13 años. Fui la morra que despreciaba a los niños mocosos de al lado, la que no le sonreía a la vecina que vivía en la casa de las gallinas. Fui la morra más pendeja del mundo cuando iba con mi novio de la prepa, mi mamá pasó en su bicicleta, me sonrió y saludó a lo lejos muy contenta y a mí me dio vergüenza saludarla, así que me hice la que no la vi. Vi su cara de tristeza, pero ya lo había hecho, el carro ya había avanzado, así que seguí. “¿Por qué no me saludaste en la tarde?”, me preguntó en la noche cuando llegó a casa cansada de trabajar. “No te vi, ma”, le respondí mientras me ponía colorada del remordimiento.

Y es que, ¿por qué tenía que ser hija de la señora que vende tacos de birria o comida corrida o pambazos o quesadillas?, ¿por qué tenía que vivir en ese lugar tan sucio, tan feo, tan pobre?, ¿por qué tenía que bañarme a jicarazos, andar en combi y comer sardina a la mexicana cuando no teníamos dinero?, ¿por qué mi mamá decía “comistes”, “escuchastes”, “dijistes”?, ¿por qué le decía “Mildre” a mi amiga “Mildred”? ¿Por qué tenía que vivir esa vida que no me pertenecía? Pues porque así era y ya. Pero yo deseaba salir de ese barrio de siempre, de esa vida de siempre, de esos olores y esos sonidos y esas dolencias de siempre. Y ¿lo logré?, No sé, ahora lo nombro, lo escribo, lo revivo.

Claro que quería salir de ahí porque vi a las otras, a las iguales a mí ser violentadas, anuladas, consumidas, silenciadas, asesinadas y aniquiladas por el sistema… no quería eso para mí, y diría que la principal diferencia con el aquí y ahora, es que ahora tampoco lo quiero para las otras.

 

El feminismo

Llegué al feminismo hace unos 5 años, casi que por accidente. Me urgía graduarme, pues entre el trabajo, las clases, el servicio social, la tesis y el trayecto de ida y vuelta a la ciudad para ir a la escuela, no me daban abasto los 7 días de la semana.

Tenía unos 3 años viviendo fuera de casa de mi mamá y ya no podía darme el lujo de perder tiempo, así que se me juntó todo y lo único que quería era, por fin, terminar mi carrera universitaria que ya había sido demasiado larga.

Mi primer asesor de tesis no quería dejarme trabajar lo que me interesaba, yo quería hacer una investigación enfocada a la comunicación política y perfilar a los posibles candidatos para las elecciones presidenciales de 2018, pero faltaban, por lo menos un par de años para ello (y hubiera sido una cagada tremenda porque al final el único al que le había atinado en su momento, fue López Obrador) y el vato no quiso perder su tiempo en una investigación obsoleta como esa; entonces busqué otro asesor.

Para ese momento ya estaba interesada en la creciente ola de feminicidios en el Estado, pero no me animaba a nombrarme o asumirme feminista. Aunque dudosa, empecé por ahí: realizar una investigación sobre los feminicidios en el Estado de México, y acotando, acotando, acotando, terminé por investigar la AVGM (alerta de violencia de género) en mi municipio. Así conocí, de madrazo, el feminismo.

Mi investigación no podía sustentarse en otra teoría que no fuera la feminista. Y pues primero el estado del arte, ¿no? Así que pasé de Silvia Federicci a Rosa Luxemburgo y a Nuria Varela y a Monique Wittig y a Hanna Arendt y a Judith Butler y a Kate Millet y a Simone de Beauvoir y a Marta Lamas y a Andrea Dworkin y a Lidia Falcón, sin ton ni son. No entendía nada. ¿Que los hombres qué?, ¿Todos?, ¿Ah, entonces no todos? ¿Cómo que no queremos «igualdad»?, ¿aliados?, ¿entonces sí queremos igualdad o no?, ¿Todos, todos, todos los hombres, pues no que no? ¿Trabajo de cuidados?, ¿o sea que no nací heterosexual?, ¿»trabajo sexual» o explotación sexual?, ¿qué?

«No, pues no entiendo nada. Quiero terminar mi tesis ya, así que mi marco teórico se va a complicar menos si lo sustento con el feminismo liberal”, pensé. Ahora sé que en realidad lo entendía todo: fácil, rápido, sin complicaciones y sin incomodar a nadie.

Casi enseguida se vino la marcha del #24A (24 de abril de 2016), ya andaba en eso, así que fui. Y ahí me di cuenta: era ahí, con las otras. Me sentí libre, segura, intocable todo el camino. Me radicalicé casi de inmediato porque de pronto no hubo espacio para dudas: ellos eran los opresores, los feminicidas, los que sólo nos quitan y nos quitan y nos quitan.

La realidad es que empecé con mucha teoría y poca práctica, pero ya saben lo que dicen: “una se vuelve feminista con su propia historia”, así que este proceso ha sido largo, doloroso, complicado, pero lleno de amor y satisfacción. Me he sanado a mí misma y he ayudado a sanar a otras mujeres. He conocido y reconocido a las mujeres importantes de mi vida. He encontrado el amor y a través de ello, he encontrado mi lugar en el mundo que está, siempre, al lado de las otras.

Los golpes 

De lo que significa ser una mujer golpeada. Porque cuando pasamos por eso, a veces lo decimos, pero casi sin voz, y esperando que nadie esté prestando mucha atención. 

Lo escribo como una invitación a que hablen, porque hablar es nuestra primera autodefensa. Lo escribo para que entiendan porqué nos quedamos en relaciones con personas que nos dañan, para que sepan que no están solas y que aquí hay alguien que no las juzga. 

Escribo para que, tal vez, un día dejemos de preguntarnos “¿por qué las mujeres se quedan con quienes les hacen daño?”, y comencemos a preguntarnos “¿por ellos hacen daño a las mujeres que los aman?”.

Los golpes despersonalizan, quitan, quitan. Quitan la fuerza, quitan la voz, te quitan tu amor propio y tu autoestima. Ninguna de nosotras quiere ser una mujer golpeada.

Todo empieza con un insulto, siguen más; luego un empujón, un pellizco, jaloneos. Ya con más confianza uno que otro madrazo en las piernas, en los brazos (siempre donde no se vea), luego ya con el puño cerrado, en las costillas, en las piernas, en las costillas. No sabes cómo llegaste hasta ahí, y lo peor: tu agresor te importa, piensas en él, en las consecuencias si alguien más lo sabe. Piensas en ti, en los señalamientos si alguien más lo sabe. Porque antes de señalarlo a él, te señalarán a ti, por tonta, por callarte, por estúpida, por tonta. Ninguna de nosotras quiere ser tonta.

Los golpes despersonalizan. Los golpes son para callarnos, para que no les señalemos sus conductas, para adiestrarnos a medir nuestras palabras hacia ellos. Sí, adiestrarnos. Para que no los retemos, para sentirse poderosos, superiores, y para callarnos, siempre para callarnos. 

Y sí, después de la primera vez, mides tus palabras, porque te prometió que no pasaría de nuevo, pero no quieres “provocarlo”, porque en el perdón dejó muy claro que fue tu culpa que te agrediera. 

Y te preguntas cómo alguien que te ama puede hacerte tanto daño, pero, ¿qué no el amor es así? Además, tal vez sí fue tu culpa. 

Otra vez no mediste tus palabras, se te quedó viendo el tipo que iba pasando, “le coqueteaste” a su amigo, le reclamaste alguna infidelidad, le dijiste que algo no te gusta, lo contradijiste… y empieza todo otra vez. 

La prueba de que lo amas es que te callas, porque las personas que te quieren pueden reaccionar, pero ahí está el problema: lo amas más a él que a ti misma. Antes no era así. Cuando inició la relación eras fuerte, independiente, lista, fuerte. Ya no. Porque desde el primer golpe, no importa qué tan fuerte, independiente, valiosa, hermosa eras: sentiste miedo. Y con los siguientes golpes, sientes más miedo, porque cada vez es más grave, y al mismo tiempo que fuiste aceptando los golpes, también fuiste dejando de quererte. 

Y ahora sé cómo se llega hasta ahí, porque lo primero nunca son los golpes: son los celos, el control, la manipulación, el chantaje, la anulación. La anulación. Y quieres, sí quieres dejarlo y empezar de nuevo, pero no puedes, no te explicas por qué, no entiendes, lo más lógico y sano es dejarlo, pero no puedes: estás anulada, temerosa, triste, apagada. No puedes. Y así transcurren años de tu vida al lado de una persona que te engaña, te hiere, te amenaza, chantajea y golpea. Jamás imaginas que te pueda matar, y un día, te pasa por la mente esa posibilidad, y temes, y agarras todas tus fuerzas y el poco valor que te queda y te vas. Pero ahí no acaba todo: los días que vienen son duros, alejarte duele, golpea casi tan duro como sus maltratos, y te toma años, años, años recuperarte de tanto odio, porque no era amor, era odio, y lo entendiste de una manera horrible. 

Y te juras que no vas a volver a pasar por eso, y a ver, porque para las mujeres el amor es un riesgo. Ninguna de nosotras quiere estar en riesgo. Y aquí estamos, arriesgando la vida cuando ponemos el corazón en cualquier hombre.

Esto es para ti, que temes hablar: ¡no estás sola: estamos todas!

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

La Crítica