Cuento

[Cuentos anticapitalistas] Huertas secretas

Una Luciérnaga

Las cosas habían cambiado mucho, habíamos dejado de cultivar, habían sacado a muchas familias de sus hogares y de las tierras que compartían. Ya no comíamos igual que antes y estábamos siendo forzadas a pagar por nuestra comida ¡A PAGAR!. Había en el ambiente mucha tensión, antes todo el mundo truequeaba con otras personas lo que cosechaban, pero ahora todo era tan escaso que cada quien guardaba lo poco que podía conseguir o cobraba por lo poco que tenía.

Mi madre, mis tres hermanas y yo, ya no podíamos caminar por los campos, cada cierta distancia encontrábamos cercas y no entendíamos muy bien lo que pasaba. Una noche estando en casa, sin haber comido mucho por una semana, mi mamá encontró dentro de un baúl unas hojas secas con la letra de la abuela. Mi mamá empezó a leernos bajo la luz de una pequeña vela lo que allí había escrito: ciclos de la luna para la siembra; las mejores épocas para sembrar tomates, lechuga, papa, frijoles y hierbas medicinales; cómo hacer ungüentos y algunas recetas de comida. Aunque ya habíamos trabajado en las tierras comunes, nunca lo habíamos hecho cómo lo había escrito la abuela. Esa noche dormí con mucha hambre pero con la sensación de que algo cambiaría.

Al día siguiente, reunidas con mis hermanas y mi madre, decidimos volver a sembrar en casa, ya que no había tierra común para hacerlo. Sabíamos que no sería fácil y que quizá aun con los secretos de la abuela las cosas podrían no funcionar. Durante varias semanas, cada noche, entrábamos a los campos cercados y tomábamos sin que nos vieran algunas semillas que encontrábamos en los cultivos y los llevábamos a casa para ponerlas en unas cajas de madera que mi mamá había recuperado de uno de los campos cercados.

Pasaron varios meses hasta que pudimos cosechar lo que habíamos sembrado. Se había vuelto rutina: cuidar nuestras pequeñas huertas y para no morir de hambre mientras tanto seguir entrando a los campos cercados y recuperar los alimentos que se encontraban allí dentro. De vez en cuando venían algunas vecinas, que también empezaron a tener huertas en sus casas (muchas a escondidas de sus esposos), cocinábamos juntas, mientras escuchábamos a las abuelas contar historias.

Los rumores no se hicieron esperar, la gente sabía que teníamos huertas dentro de nuestra casa y que en las noches tomábamos alimentos de los cultivos cercados. No sabíamos cuánto tiempo podríamos continuar así, sabíamos que estaban capturando mujeres por hacer cosas muy parecidas a las que mi madre, mis hermanas, las vecinas y yo hacíamos. Sería cuestión de tiempo. Mientras tanto, cuidábamos nuestras huertas y seguíamos al pie de la letra lo que mi abuela había escrito en esas hojas. La luna nos acompañó siempre.

*Cuento escrito en el curso Aproximaciones feministas al capitalismo y el colonialismo de Ímpetu Centro de Estudios.

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La Crítica