Cuento

[Cuento] Santa Soledad Progreso

Imagen tomada de Pinterest

Por Adriana Moreno Mendoza

 

Nos dicen indios analfabetas, me dijo una niña el día que aprendí lo que en verdad es la palabra.

Apenas indicaba el calendario la llegada del verano, el decreto materno exigía hiciera una maleta; como cada temporada de vacaciones, visitaría Santa Soledad Progreso, el pueblo de mi abuela.

Viajar era el pretexto para abarrotar la petaca con los bellísimos vestidos adquiridos por mis padres en las tiendas de la ciudad, tan diferentes del aburrido uniforme de la escuela: una prisión de tela tableada, diseñada para mantener a las niñas quietas y calladas, sentaditas en el pupitre con las rodillas bien juntas, repitiendo cosas incomprensibles en planas interminables. Con mis vestidos, en cambio, era yo. Todo era juego: trepar a los árboles y andar con las rodillas raspadas, correr descalza por los verdes campos de Progreso, con el viento alborotado hinchando la falda, convirtiéndome en una niña globo que volaba por los aires tibios de la infancia.

Benditos aquellos tiempos, mi abuela y su obsequio de libertad. Bendito también el abrigo de la tranquilidad en las empedradas calles pueblerinas. Mi lugar favorito era la placita donde cada martes había un mercado; los puestecitos rodeaban al quiosco erguido, orgulloso. Ahí jugaban los niños vecinos, reían y charlaban en una lengua para mí desconocida pero tan clara que sólo había que abrir el corazón para entender su belleza.

Me acerqué a ellos buscando compañeros de juego: me alisé con las manos el vestido floreado, me armé de valor y saludé a una niña de largas trenzas negras y ojos muy bonitos, a quien ya había escuchado hablar en español.

—¡Hola!, me gusta tu vestido.

—Muchas gracias. A mí me gusta el tuyo, ¿qué dice? —me preguntó muy curiosa. Nada comprendí, hasta donde yo sabía los vestidos no hablaban.

—No sé, no trae letras ni palabras, ¿el tuyo dice algo?

—¡Pues claro! ¿Qué no ves? —respondió mostrando los bordados de flores y figuras decorando un hermoso textil negro. Me contó la leyenda de una enorme ave, señalando las figuras con sus ágiles dedos, dando vueltas y danzando junto con sus palabras.

—¡Tu vestido es muy lindo! ¿En qué tienda lo compraste? —. Ahora fue la niña quien se veía sorprendida.

—¿Tienda? No lo compré en ninguna tienda, mi mamá lo cosió y bordó ella solita… bueno, casi, ¡porque estas flores las hice yo! —presumió indicando unas florecitas rosas, con una gigantesca sonrisa de orgullo en el rostro que dejaba ver le faltaban un par de dientecitos al frente.

Margarita, mi nueva amiga, tan parlanchina como su indumentaria, me preguntó santo y seña: dónde vivía, qué me gustaba y casi se olvidó de preguntarme el apellido, pues un gruñido de mi panza nos recordó que había llegado la hora de despedirse e ir a comer.

Vanidosa como era, salé la sopa de letras preparada por mi abuela con los sendos lagrimones corriendo por mis mejillas para caer directo en el plato. ¡Tanto me dolía el que ninguno de mis preciados vestidos cantara! Busqué entre sus estampados si no un cuento, al menos una palabra. Nada.

Lloré hasta quedarme dormida pero poco duran las desgracias a esa edad, pues al día siguiente Margarita fue a buscarme y la emoción de encontrar una nueva amiga, venció a cualquier tristeza; me vestí con rapidez sin importarme la falta de oratoria de mi atuendo.

¡Amaba tener una compañera de aventuras! El verano ahora sí era una fiesta: explorar el pueblo y su mercado, cazar ranas cerquita del riachuelo, robar dulces de la cocina de mi abuela, ver el atardecer tumbadas en el pasto, justo a la hora en que salían las luciérnagas, para pedirles un deseo.

—¿Qué pediste? —me preguntó una tarde.

—Que nos escuchen —dije muy bajito, contradiciendo la intención de mi deseo. Margarita volteó a verme interesada—. Los adultos nunca escuchan a las niñas, piensan que nuestra opinión no es importante, nos ignoran y el único remedio es formar una bolita con tus palabras, dejarla subir y subir por tu panza, por tu pecho, por tu garganta, ponerla en la punta de la lengua para dejarla salir con todas tus fuerzas. Entonces te regañan por gritar.

—Los adultos nunca escuchan a nadie. Sólo les gusta oír su propia voz, pero a veces, tienes que levantar la tuya hasta el techo —dijo, poniéndose de pie—. ¡Vámonos! ¡Ya es muy tarde!

—Y tú, ¿qué pediste? —le pregunté sacudiendo el pasto de mi falda al levantarme.

—Que se cumpliera tu deseo.

Antes de conocerla, ignoraba que había en el mundo niñas a quienes hacían trabajar. Se levantaba junto con el sol para ayudar con las tareas de la casa y en el campo. Luego había que repasar las lecciones de la escuela y hacer bordado. No sé de dónde sacaba la energía para jugar y hacer mil preguntas. Así era mi amiga, un torbellino.

Quería saberlo todo de la ciudad y de su gente; describí para ella los enormes edificios, los museos, mi escuela, los parques, el cine y el tráfico, el ruido, el smog, la muchedumbre. Le sorprendió que en la ciudad se viva tan a prisa y todos somos extraños para todos: confiar es peligroso.

También yo le hacía preguntas. Aprendí de su familia y cómo desde la niñez, sus miembros aprenden a tejer y bordar para vender bellas prendas en los mercados. Me enseñó a leer el fruto de su trabajo con los ojos y el tacto; cada figura, color y hasta punto de bordado, tenía un significado especial y una razón de ser sobre el lienzo, porque entre todos, formaban una historia antigua como el universo, nueva como las noticias del periódico, personal como el amor de los adultos o mágica como los cuentos para niños.

Sólo una vez vi una ligera nube sobre el sol de su mirada. Era la única de su familia que sabía hablar en español y la primera en ir a la escuela a repasar nuestros números y letras, pero no le gustaba que no la dejaran contar y escribir en los suyos.

—Nos dicen indios analfabetas —dijo—, nos roban el saber de nuestras palabras, no quieren que usemos nuestros ojos para ver nuestro mundo ni nuestra voz para hablar de él; pero algún día, cambiaré las cosas.

Las vacaciones llegaban a su fin; unos cuantos días antes del regreso a casa, a la escuela y a su uniforme, tomé un vestido sin estrenar, azul como los cielos de Progreso y con la tinta de los sellos pinté en la tela la historia de dos niñas que eran hermanas sin serlo. Lo obsequié a Margarita al despedirme y me aseguró que era su traje favorito. En un abrazo, juramos pasar juntas el próximo verano.

Rompí mi promesa: jamás regresé al pueblo. Mi abuela enfermó unos cuantos meses después y mis padres decidieron invitarla a mudarse con nosotros a la ciudad. La vida cambió, yo cambié; a cuentagotas fui perdiendo los recuerdos de carreras en el pasto y quioscos musicales; sólo pequeñas oleadas de memorias de una amiga perdida acariciaban la nostalgia al intentar arrancar la palabra a telas mudas.

Volvería a ver a Margarita. Una de esas notas «de color» de la televisión, apelando a la humanidad del espectador, contaba cómo subsistían los originarios de un pueblito, con una inexistente educación, vendiendo artesanías a los turistas. La población, llamada no sin ironía Progreso, rezagada por la ignorancia de sus pobladores, necesitaba de la ayuda del amable televidente; magnánima, la periodista, transmitiendo «en vivo» desde el lugar, compró varios vestidos a una mujer —sin darle la palabra pues el reportaje aseguró, no hablaba español— a quien de inmediato reconocí en los ojos, nublados por el encono.

Ese brillante trabajo informativo trajo mucho éxito a la periodista, pues además ejercer sagaz su labor, lucía los vestidos con una elegancia de marfil y rubia cabellera, digna de espacios en los noticiarios de todo el país. Brillante ella también, encontró su marca en usar las prendas originarias confeccionadas por esas etnias a quienes el bien hacía con sus afables reportajes y tan guapa se veía, pronto convirtió en tendencia el uso de esas prendas.

Curioso resultó: conforme las telas aparecían en pantalla, estallaba una huelga por aquí, una manifestación por allá. Los indígenas de todo el país, parecían mejor informados y más organizados que nunca.

La demanda de los atuendos originarios aumentó en todos los medios. Una actriz muy importante para nuestro cine, invitada a una premiación internacional, usó en la gala un magnífico ropaje largo, con bordados coloridos y sorprendentes elaborados a mano por mujeres de nuestros pueblos, con tanta presteza y elegancia que fue fotografiado desde todos los ángulos, mostrando cada uno de sus adornos; el vestido gritaba a través de la lente. Sonreí al reconocer la voz de mi amiga. Al día siguiente, inició la Revolución.

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