Katia Albertos Vivanco

Hace unos cinco años, es decir, un año después del nacimiento de mi primera hija, por fin pude organizarme para ir a correr al parque. Antes de que ella naciera, entrenaba casi a diario y corría algunas carreras, así que para mí significaba un gran logro volver a correr. Y no porque pensara en obtener grandes resultados en ese momento, sino porque para mí era volver a conectar con esa mujer que fui antes de convertirme en mamá.

Así que después de mucho fantasear con tener ese tiempo para mí, por fin llegó el día en que fui al parque, me puse mis audífonos y, sin más, empecé a correr. Una, dos, tres, cuatro… no sé cuántas vueltas di, con un inmenso cansancio por mi falta de condición, pero, sobre todo, invadida por una deliciosa sensación de libertad. Cuando no pude más, decidí volver a casa, aún flotando en ese tan anhelado éxtasis.

De pronto, al fijarme para cruzar la calle, noté que un taxi se había parado junto a mí y el taxista me hablaba mientras hacía señas. Me quité los audífonos y escuché que me preguntaba dónde se encontraba tal calle, que no tenía idea de dónde está.

«No importa, pero lo que sí importa es lo bien que te ves, mamacita», me dijo mientras me morboseaba y se reía.

Me gustaría decir que fue entonces cuando le contesté algo contundente, sagaz y enérgico para expresar la gran incomodidad y el miedo que sentí. Para hacerle saber que no me gustaba ni lo que me decía ni la forma en la que lo decía. En resumen, que no tenía ningún derecho ni a hablarme ni a mirarme de esa manera. Pero me temo que no fue así.

«Gracias», le contesté mientras miraba bajaba la mirada, esbozaba una sonrisa incómoda y salía corriendo lo más rápido que pude hacia el otro lado de la calle.

Cuento esta anécdota porque esta fue la primera vez que tomé conciencia de cómo las mujeres somos sistemáticamente entrenadas para no decir que no. Desde pequeñas, se nos instruye para saludar y a abrazar a propios y extraños, sin importar que queramos o no, «porque eso es de niñas buenas y educadas». Se nos castiga cuando somos «groseras», «rudas», «berrinchudas», «necias» o «maleducadas», pero, sobre todo, se nos premia cuando somos o-be-dien-tes.

Así que, ahí estaba yo, a mis 33 años de edad, después de tener un par de años reflexionando ya sobre diversos temas desde el feminismo, dándole incómoda y temerosamente las gracias al pendejo taxista acosador con el que me había topado.

A la distancia, podría parecer una situación menor en comparación con otro tipo de abusos que yo misma he vivido (y ni qué decir respecto a lo que otras mujeres han vivido y viven todos los días), pero hoy vuelvo a ese recuerdo porque me hace reflexionar algo mucho más profundo de lo que pude analizar en su momento. Ha sido tal el condicionamiento a no decir que no y a sí decir que sí, a pesar de nuestra incomodidad o nuestro deseo de negarnos, que sólo puedo pensar en cómo sería mi vida si hubiera podido decir que no cuando en verdad quería hacerlo.

¿Estaría en la relación en la que me encuentro? ¿Me habría vinculado sexoafectivamente con los hombres que lo hice? ¿Habría aceptado esas prácticas y situaciones que me hicieron sentir pésimamente? ¿Me habría casado con sólo 23 años? ¿Habría esperado esos dos eternos años para divorciarme? ¿Habría elegido esa maestría en el extranjero en lugar de a mi novio-luego prometido-luego esposo? ¿Me habría pasado la vida a dieta, buscando la ropa que más me ‘favoreciera’, quitándome pelos, ocultando granos, agrandando ojos y boca con el maquillaje, planchando y pintando pelos y, sobre todo, modulando mis opiniones y carácter para agradarles? ¿Me habría pasado la vida escribiendo por y para ellos en lugar de por y para mí? Posiblemente no.

E inevitablemente pienso en los otros síes, en esos que nunca se dijeron. ¿Habría cuidado más mis vínculos con otras mujeres? ¿Las habría procurado más -y mejor- en lugar de ‘abandonarlas’ cada vez que iniciaba una relación con un hombre? ¿Habría confiado más en su intuición y en sus opiniones? ¿Les habría creído? ¿Habría aceptado que eran ellas -y no ellos- mi lugar seguro? ¿Las habría amado más y de diferente manera? Posiblemente sí.

La realidad es que ya no puedo cambiar el pasado, pero lo que sí puedo hacer es pasar el resto de mis años intentando dejar de idolatrarlos a ellos y empezar a amarlas más y mejor a ellas.

One thought on “Saber decir que no

  1. muy reflexivo trabajo, lo agradezco porque me permite mirarme y recordar esos *si* dichos con miedo enojo, tristeza frustración, desencanto.
    gracias por hacerme participe de su historia que es la mía.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

La Crítica