Feminismo

[Narrativa] La envidia patriarcal

Ilustración: Leah Dorion
Karla Oriana González Vergara

¡Qué envidia la tuya!, ¡qué envidia de no poder crear vida dentro de ti!, ¡qué envidia tienes al no poder sangrar y ofrendarlo a la tierra!, ¡qué envidia al ver un grupo de mujeres amándose!, tanta envidia te corrompió. Te convertiste en un monstruo y te apropiaste de ella, te apropiaste de su bebé, te apropiaste de la tierra sagrada.

La separaste de su manada, le rompiste todo lo que ella tenía. Tanta envidia tenías de ella, una diosa creadora de mundos. Tenías envidia de su fuerza, su destreza e inteligencia, quisiste que no lo tuviera y por eso la has torturado por mucho tiempo y de muchas maneras. Tu envida nace desde que viste el amor que hay entre ellas, no soportaste que ellas alimenten otros mundos y no poder pertenecer, no soportaste ver que ellas trajeran comida para otras y no para ti.

Ellas eran dueñas de sus propias decisiones y de sus acciones que hacían sin tu opinión. Ellas crearon a otras diosas, agradecían los regalos que la madre tierra les ofrecía. Tú les impusiste dioses quemando a sus diosas. Las obligaste a creer en lo que tu creías y a hacerse la idea de que tus dioses te habían otorgado la sabiduría y el don de hablar.

Envidiabas sus danzas, esas danzas donde bailaban alrededor de una fogata y cantaban agradeciendo por esta vida. Esos cantos que ellas sólo entendían. Tú no soportabas ser invisible, así que las castigaste aislándolas de otras mujeres. Inventando que estaban malditas aquellas que fueran libres.

¿Qué pasó?

No fuiste tú solo, por su puesto. Fuiste poco a poco reuniendo más hombres, en tu grupo de odiadores, sólo serían algunos, tal vez, y no eran suficiente para tus deseos de dominio. Buscaste una manada de mujeres, siempre había una por algún lado, poblaban la tierra. Cuando las encontraste decidiste observarlas, miraste con atención cómo era su rutina y cuanto más pasaba el tiempo, más envidia había en ti.

Ya lo habías planeado todo. Un día, cuando las cazadoras y recolectoras se fueron, atacaste a las que se quedaron a cargo, mataste a las que parecían fuertes y fuiste secuestrando a las crías. Después, apaleaste a las que quedaban y esperaste a que las demás regresaran. Querías mostrar tu “obra de arte”. Cuando ellas regresaron vieron todo y estaban furiosas, tenían una gran rabia, ellas dejaron su recolecta y, decididas, fueron a matarte con todo lo que tenían.

Pero, claro, habías reunido casi un ejército contra un grupo pequeño de mujeres. Tanto miedo les tenías que no podías sólo. Fue una lucha larga y cansada, al final sólo quedaron algunas mujeres, a las cuales decidiste “domesticar”. Esa misma noche te diste un gran festín con la comida que ellas habían recolectado y cazado, te diste por bien servido en todas tus necesidades.

A tus mejores guerreros les diste una mujer; y a los demás, les diste crías niñas para premiarlos por su esfuerzo. Lo que hiciste con las crías niños fue cuidarlas como a tus tesoros puesto que eran tus refuerzos para futuras cazas de mujeres.

Poco a poco fuiste reclutando a otros hombres para tu propósito. Había pasado tiempo, tenías «buenos hombres» y mujeres bien “domesticadas”. Tenías buenos métodos para controlarlas y controlar a tu comunidad y cada año buscabas mejores técnicas para las siguientes generaciones.

A este paso, cada hombre tenía su mujer a su servicio, bien domesticada, sus propias crías, pedazo de tierra, su propio dios. Todo era perfecto y estabas bien atendido desde que inventaste que así era como tu mujer tendría que demostrarte su amor.

Tu gran imperio de hombres era perfecto. El primer servicio al que las domésticadas estaban obligadas, de cualquier edad, era a atender tus deseos sexuales. También, atendían tu tierra y tus propiedades, criaban a tus hijos, cuidaban tu comida y vestido. Sirviéndote a ti y a los otros que se habían adueñado del mundo.

Hasta cuando tenías una obra de arte fabulosa, era sublimación de tu vieja envidia, la llamabas a ella tu “musa”.

Para dejarlas convivir y mostrar que eran tuyas, las llevabas con tus dioses. Cada generación era más perfecta en tu “domesticación”, siempre había unas cuantas rebeldes, pero siempre inventaste estrategias para mantener a tus esclavas al margen de la revuelta.

Para demostrar que eras el mejor “domador”, le ponías cosas lujosas en el cuerpo: ropas, joyas. Así, cuando otras mujeres veían esto, se ponían unas contras otras, exacerbabas la envidia en ellas. Un éxito más, creaste odio entre las mujeres y la lealtad hacia ti era mayor.

Tu imperio estaba por todo el mundo. Sin embargo, la envidia nunca dejó de corroerte, seguían ellas pariendo, seguían siendo ofrenda viviente a la vida misma. Entonces, quisiste arrancarles la vida. Viste que era increíble negocio el comerciar con su cuerpo. Te aburrías pronto de ellas, nada te llenaba, así que las matabas y conseguías nuevo material. Incluso con más saña cuando más pequeñitas eran.

No te esperabas que eso, en lugar de volver a atemorizarlas, enfureció a las más rebeldes. Ya no eran unas cuantas, una generación entera de “domesticadas” se rebelaba.

Empezaste a buscar otros métodos para re-domesticarlas, ¡tuviste que caer bajo! Te has tenido que disfrazar de ellas, fingir soportar los mandatos de feminidad para parecer su aliado. Por lo visto, te está gustando esta nueva forma de domesticar, te haces pasar por una de ellas en su propia lucha. Después, intentas hacerte el protagonista: “también es mi lucha”, “soy víctima de este sistema”, “me transformo en ti y me oprimen más que a ti”. Ahora, con máscaras y discursos de solidaridad, quieres volver a ponerlas a tu servicio, a tu merced.

Sin embargo, hay mujeres que conservamos el alma de nuestras ancestras, esa alma guerrera llena de sabiduría que nos muestra tus caras, que nos dicen que debemos seguir destruyendo tus máscaras y discursos. Luchar por nuestras nuevas generaciones, luchar por traer de vuelta a las mujeres que tienes atrapadas, luchar por lo que una vez fue nuestro mundo.

Sabes que ya no tienes el poder de controlarnos, te pones a temblar cada vez que miras pasar grupos más grandes de mujeres aliándose y amándose.

Para acabar, te tengo una noticia: ¡tu mujer se volvió lesbiana! También recupero a sus crías; tu hija dejó de ser la musa para ser ella la artista; se ha vuelto a juntar la manada y empezaron a hacer la revolución.

Ya no corras, ya no tiene caso. ¡Pum! Te llueven piedras, ¡pum, pum, una tras otra. ¡Ya era hora! ¡Una lanza te ha atravesado!

Ellas se miran, se mueven, ríen, cantan y bailan… vuelve a haber un mundo para ellas.

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