Victoria Itzayana

22 de noviembre de 2018.- Hace un mes, después del rompimiento con una asociación de supuestas feministas, después de la propagación de injurias y mentiras, de reconocer infiltradas, de analizar y entender las alianzas de las regalonas del patriarcado con la ultraderecha, de presenciar un intento de asesinato de carácter, de dar cuenta del utilitarismo, la verticalidad y las jerarquías de quienes sólo buscan quebrantar los lazos de la radicalidad; las diosas me obsequiaron aprendizajes y entendimientos oníricos. Les voy a contar:

Primera pesadilla.

V, L y yo íbamos en un auto, escapando a toda velocidad. Era de madrugada y hacía tanto frío que teníamos el rostro enrojecido. V manejaba seria y muy concentrada, miraba constantemente el espejo retrovisor y los laterales: alguien nos perseguía. No importaba lo rápido que fuéramos, siempre nos daban alcance. M me mandaba mensajes al celular para monitorear la huida, nos iba cuidando. Sentía el miedo en las yemas de los dedos pero no me descontrolaba, buscaba vías alternas por el GPS. L escribía lo que estaba pasando como sólo ella sabe hacerlo. F nos esperaba en su casa en otro estado. Necesitábamos perder a quien nos pisaba los talones para poder tomar el rumbo, pero eso nunca pasaba. Toda la noche se fue en intentar escapar. Desperté.

Imagen tomada de Pinterest

Segunda pesadilla.

Me bajaba del camión. Supe que estaba en San Juan Parangaricutiro, San Juan Nuevo, porque es inconfundible. Llevaba mochila, botas y agua. Estaban las fiestas tal como el día en el que fui. Había música y mucha gente. Las mujeres con sus alegres faldas me miraban amistosamente. Me miraban y luego miraban el camino que ascendía invitándome a andar. Empecé a subir y en el rumbo me encontré con K y E, me miraron de reojo sin saludarme a pesar de que yo me adelantaba a hablarles. Ellas siguieron su camino. Mientras subía vi también a G que me sonrió pero O la tomó del brazo para que siguiera. Tampoco hablaban entre ellas. Todo era muy raro y muy confuso. Me sentía alterada, ansiosa. Cuanto más avanzaba, más compañeras subían conmigo pero sin hablarme, sin hablarse. Si se juntaban mucho, había un acuerdo tácito para dispersarse. Cuando llegué al mirador, al punto más alto, estaba sola. V me mandaba mensajes al celular en los que me decía que me esperaba en las ruinas del templo. No entendía por qué no estaba con ella, por qué no íbamos juntas. El descenso a San Juan Viejo fue frío, había neblina y estaba desierto. Cuando llegué a las ruinas estaba muy cansada pero inmediatamente sentí reconfortada la corazona porque escuché cantos de mujeres. Cuando las vi, estaban todas reunidas alrededor del templo, con la Tonantzin por testiga. La Gran Bruja estaba en el centro, nos hablaba del origen del patriarcado y del neopatriarcado. Todas la escuchábamos muy atentas, muy concentradas, nos aferrábamos a lo que decía como si al distraernos se nos fuera lo importante, las pistas, la estrategia. Cuando terminó, nos invitó a las quesadillas que estaban organizadas y dijo que al terminar de comer, nos volveríamos a reunir en ese mismo lugar para empezar el conversatorio. En ese momento, V me abrazo por la espalda y me besó la mejilla. Nos llenamos de besos. Mi cuerpa sentía cómo nos extrañábamos, mi cuerpa sentía la ausencia: algo me decía que no estábamos juntas. L y F se acercaban a saludar. Abrazaba a L con la corazona y nos poníamos a llorar. Ahí me enteraba de todo: la Gran Bruja, G, L y F estaban escondidas, eran perseguidas. La lesbiandad estaba prohibida y ya no podíamos reunirnos. El feminismo era castigado. Sólo ahí, lejos, en unas ruinas, podíamos reunirnos por eso no debíamos saludarnos en el camino. El último festival de felicidad lésbica se sentía tan lejano. Todo parecía haber sucedido hace tantísimo tiempo. No podía dejar de llorar mientras las abrazaba a todas. La cuerpa sentía casi como un milagro volver a verlas. Era como si de pronto toda mi ser sintiera el paso del tiempo en el patriarcado atroz. Lejos de mis compañeras, de mis amoras. La tristeza me inundó las venas. No podía andar, no podía moverme. Desperté…

Foto tomada de Wikipedia

Un sueño.
Sentía el calor húmedo en mi piel pegajosa. Mis rizos estaban tan hidratados como sólo lo están en la playa. La habitación en la que estaba la conocía de antes: ahí pasé un inicio de año maravilloso con V. Ahí nos amamos. La cabaña sólo tenía su cama con mosquitero al estilo romántico, una mesita, un ventilador que no servía bien, una hamaca, una silla, dos ventanas y un baño diminuto. Yo estaba sentada en la silla con un vestido fresquito y los pies desnudos. Yanay estaba en la hamaca, sólo tenía un pañalito de tela. Me miraba y se reía. Escuchaba su risa inconfundible de beba traviesa. Movía sus manitas jugando con sus piernas. Sentía mi cuerpa esperar a que llegara V. Seguro había salido por un suerito porque no deja que me deshidrate. Tenía un tejido un mis manos. Sabía que estaba intentando hacer una chambrita para Yanay, pero no podía. Olvidaba los puntos, me pasaba de puntos, me quedaban chuecos. No sabía tejer. Lo había intentado muchas veces en el pasado pero el interés se me iba rápidamente porque no conseguía memorizar ni un punto. Me desesperaba mucho y decía que no estaba hecha para crear cosas con las manos. V se esforzaba en enseñarme pero yo no daba una. Sin embargo, ahí, en esa cabaña, cada que sentía que estaba al borde de la desesperación, miraba a Yanay que se reía como ella sola y entonces me relajaba, me tranquilizaba y lo intentaba una vez más.

Cada vez su mirada me bastaba para querer lograrlo, para intentarlo tanto como fuera necesario porque era para ella. Mirarla era reconfortante, era la fuerza, era un impulso, era sanación. Desperté.

Ilustración de Danielle Chatman

Las pesadillas las tuve un viernes y un sábado, el domingo fue el sueño. Los dos primeros días me sentía tan ansiosa y triste como había despertado. Al despertar del sueño sentí la sanación a las emociones anteriores y agradecí a las Diosas por lo que me estaban diciendo. Yanay es una promesa. Yanay es ese futuro en el que volveremos a nosotras mismas. Donde todas viviremos en la lesbiandad. Donde las bebas crecerán entre compañeras, sin miedo, sin tristeza, sin heterosexualidad, sin patriarcado. Yanay es la utopía de volver a ese lugar que existió antes del patriarcado pero también es la colectividad de aquí y ahora. Una colectividad que debemos tejer desde la horizontalidad y la reciprocidad, con confianza. La Gran Bruja dijo que esto es apenas un soplo de historia y que es la resistencia, que es mucho, que no nos desmeritemos.

Esa es la verdad, esto es un soplo de historia: estamos aprendiendo. A veces la tristeza nos llena de desesperanza porque esa es su labor, nos hace creer que no vale la pena seguir creando juntas. La desesperación nos invade y se apura a devastar los sueños colectivos en la primer decepción, como si la otra fuera una extraterrestre impoluta que no sufrió al patriarcado. Queremos que todo sea desde la pulcritud y la pureza como si las que nos comparten sus saberes, no vivieran en la misma realidad a la que nosotras nos enfrentamos y con la que luchamos cada día. Vemos a las compañeras desde la maternidad y deseamos que nos protejan y nos guíen, que nos sanen, que nos permitan construir procesos desde su renunciación. La maternidad es un mandato patriarcal en el que las mujeres sirven y se vigilan las unas a las otras, vigilan el mandato de la competencia y la ruptura entre mujeres. Cuesta mirar a la compañera sin situarnos bajo esa dinámica cuando no nos cuestionamos los afectos, la heterosexualidad con todos sus tentáculos. Hay que tejer el mirar a la madre como una compañera, una amora en la lesbiandad y así mirar a las compañeras sin querer que sean nuestras madres. Pero no hay que olvidar que parimos. Hay que sentir a las compañeras como si nos hubiéramos parido para defendernos con la fiereza de las que ven por las cachorras. La maternidad es un mandato pero también la resistencia de habernos parido, la certeza del continuo lesbiano.

La tristeza nos aísla y nos hace movernos a la individualidad, a reconocer lo que sentimos como una estancia personal con una misma, pero ahí está la trampa porque nada es personal, todo es político. Trabajar en colectividad implica no olvidar que todo es estructural y que eso que sentimos tan íntimo, tan de dos, en realidad es un conjunto de engranajes creados para separarnos, para que no nos reconozcamos, para que no luchemos, para que creamos que estamos solas.

Hay espacios en los que definitivamente no podemos permanecer porque están plagados de actitudes masculinas y prácticas patriarcales. Hay sitios en los que nos lastimaron, nos hirieron y nos usaron. Debemos identificarlos, nombrarlos y analizarlos. No tenemos por qué quedarnos en donde nos hicieron daño, pero eso no significa que debamos romper con la colectividad. Es una senda difícil porque la base del patriarcado es que estemos separadas, enemistadas, que desconfiemos las unas de las otras, y si esto es apenas un soplo de historia, entonces recién estamos aprendiendo a fugarnos de su estructura, a desobedecer sus mandatos. No podemos actuar como si no tuviéramos el patriarcado en las venas, hay que reconocerlo y destruirlo cuantas veces sea necesario, cuantas ocasiones tenga de apoderarse de nosotras y meterse en nuestros espacios. Hay que analizarlo todo politizando cada experiencia, pero no sólo en las acciones de la compañera, no sólo en los actuares de las demás sino que principalmente debemos analizar cómo actuamos nosotras mismas. Cuando algo nos hace ruido, cuando algo nos molesta, nos incomoda, nos satisface, nos parece que puede pasar desapercibido, cuando tomamos decisiones, cuando tomamos postura eso también habla de una misma. Dice quiénes somos y qué deseamos, y eso también debemos analizarlo. Nuestras sensaciones, nuestros sentimientos y las emociones también tienen una implicación política. Aquello que creamos tan insignificante, tan propio de la personalidad, tan único, tan especial, debe ser cuestionado desde la colectividad, desde lo político porque la gran resistencia es estar juntas, es crear colectividades, es vivir en lesbiandad.

El sistema se empeña en aislarnos, en separarnos, en enemistarnos, así que hay que intentarlo una y otra vez. No dejar que las tristezas nos hagan dejar de intentarlo. Debemos tejer juntas y compartir las enseñanzas y los aprendizajes. Dejemos los espacios donde nos hirieron pero no dejemos de crear otros espacios donde soñemos. Hay que aprender los puntos, hacer la cadeneta y si se estropea, volver a comenzar. Ver y sentir cómo avanza ese tejido calentito y reconfortante que creamos juntas, con los saberes de nuestras ancestras y las enseñanzas de las compañeras. Tejer y tejer porque lo vamos a lograr. Tejer y tejer porque Yanay necesita su chambrita.

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La Crítica