Cuento

Cuando conocí a una brillante estrella

Por Abigail Bolaños

Hace un par de años conocí a una estrella. En su rostro siempre lucía una hermosa sonrisa capaz de mejorarte el humor después de un largo día. Estaba sentada en el pasto de un viejo parque cerca de mi casa cuando la vi por primera vez acercándose a mí con la mirada fija en el árbol frondoso en el que yo estaba recargada.

 -¿Cómo es posible que sus colores superen la realidad misma y sus alas sean tan únicas en el universo?- preguntó sin retirar la vista del árbol.

– ¿El qué?- pregunté confundida.

-Esos seres revoloteantes y que suspiran cosas- respondió fascinada aún sin mirarme.

-¡Oh! Las mariposas, ¿te refieres a esa monarca que va ahí?

Entonces me miró sonriente- mariposa- repitió. – ¿Escuchaste o sentiste su suave susurro?

En ese punto no entendía muy bien lo que estaba pasando, entonces pensé que tal vez estaba mal de sus facultades mentales, ¿y si se había perdido? ¿Y si su familia la estaba buscando?

-¿Cuál es tu nombre?- le pregunté amablemente.

-Nombre… nunca lo había pensado. Mis hermanas me llaman Nashira, soy la cuarta estrella más brillante. – respondió en tono suave e inocente.

“La cuarta estrella más brillante”, repetí en mi mente… saqué mi celular con el fin de buscar información de ella o su familia, tal vez si me decía el nombre o número de algún pariente me podría contactar con ellos. Levanté la mirada y Nashira ya no estaba. Ésas eran las extrañas salidas de mi amiga.

Con el tiempo aprendí a comprenderla y escucharla, recuerdo que las primeras semanas sÓlo iba al parque para ver si la encontraba y poder llevarla a su hogar; me costó trabajo entender que no éramos iguales. Al inicio nuestra relación era confusa, las dos preguntábamos mucho, pero yo no obtenía respuestas claras.

-Cuéntame de tu familia. – le pregunté mientras le daba la mitad una barra de chocolate aquella noche en la que nos recostamos en el pasto para ver el cielo.

– Mi familia es el universo entero. A veces no estoy feliz con todo lo que pasa aquí, por siglos soñé en ser una mujer, las observaba a lo alto y me admiraba de lo fuertes que eran, pero ahora puedo entender la angustia de mis hermanas al saber que vendría sola. La luz regenera el tiempo siempre y aún así pasa lo mismo.

– Yo preferiría ser una estrella o volar, ¿te imaginas tocar las nubes? – mencioné con la vista fija en las constelaciones.

– ¡Sí! Lo imagino todo el tiempo, aunque preferiría como las almas buenas volar entre las ramas de los árboles, las flores y el aire.  – dijo emocionada.

– Las almas no vuelan. – reí.

– Me sorprende que siendo tan sensible no te percates de sus susurros cuando vuelan entre nosotras. Escucha a las mariposas y pon más atención a la fuerza de tu naturaleza interna. – sugirió mientras las dos seguíamos observando con atención a sus hermanas, como ella las llamaba, sin embargo, en mi mente giraban aquellas palabras que no lograba entender.

Esa noche regresé a casa feliz, con hierbas en el cabello y los dientes manchados de chocolate. Al abrir la puerta encontré a mi madre en el suelo totalmente inconsciente. Corrí a ella y entre lágrimas y gritos le pedía que despertara. Salí de mi casa corriendo a la de Tere, la vecina que siempre nos ayudaba dándome útiles para la escuela. “¡Señora Tere, señora Tere!” golpeaba la puerta desesperada hasta que en pijama y con el cabello enredado la vecina me abrió la puerta.

–Valeria, ¿qué pasa? – preguntó asustada bajo el umbral de la entrada.

–Mi mamá está en el suelo inconsciente, no responde… -balbuceé- por favor ayúdeme.

La señora Tere y su esposo corrieron conmigo hasta aquella casita rosa en la que vivíamos. El señor Francisco cargó a mi mamá y los tres nos dirigimos en su camioneta al primer hospital público que encontramos. Bajé corriendo y pedí ayuda a la enfermera de la recepción, rápidamente tres paramédicos fueron con una camilla a sacar de la camioneta a mi madre.

No dormí. Mis delgados brazos temblaban por el frío de la madrugada, no me permitieron quedarme en la sala de espera de urgencias porque solo era para quienes iban a pasar, no para acompañantes. En una banca de cemento afuera de las instalaciones, sentada a lado de un señor que roncaba como un trailer, mi mente no paraba de pedir a algún ser divino que mi madre estuviera bien.

La angustia me carcomía minuto a minuto y la tristeza llenaba mis ojos de lágrimas preguntándome qué haría sin mi mamá, estaba sola en el mundo. Su familia la había corrido cuando supieron que estaba embarazada de mí, y de mi padre… mi mamá nunca quiso hablar de ese tema. Sin embargo, a las 3:00 am cuando me levantaba a tomar agua, pasando por la puerta de su cuarto la escuchaba llorar y pedirle a Dios que le diera fuerzas. Nunca me atreví a decirle que la escuchaba, ni a preguntarle qué pasaba.

–¿Quieres una cobija, niña? – de mis pensamientos me interrumpió una mujer de edad avanzada con un vaso de café caliente en la mano y en la otra una cobija de lana.

–Sí, pero… no tengo dinero para pagarle. – contesté apenada.

–No te pregunté si tenías dinero – dijo con una expresión seria- toma, hace mucho frío y estás muy flaca. – y me dio la cobija y el vaso de café hirviendo.

Agradecí, me acobijé y le di un sorbete al vaso de unicel caliente.

–Cuidado, está muy caliente. Tómatelo despacio. – recomendó mientras se sentaba al otro lado mío. – ¿Por qué estás aquí sola? ¿En dónde están tus papás?

Mis ojos se desbordaron de lágrimas y mi mano comenzó a temblar derramando gotas de café en mis piernas. – Mi mamá tuvo un accidente, no me han dado noticias de ella desde hace horas–

No pude decir nada más, las palabras se atoraban en mi garganta formando un nudo. La señora sólo puso su mano sobre mi rodilla y con una sonrisa me dijo “todo saldrá bien”, se paró y se reunió con su familia. Entre sollozos y con la lengua quemada por el primer sorbo de café, miré al cielo y me sentí un poco menos sola.

–¡Familiares de Amadis Zaragoza! – gritaron en la entrada de las instalaciones.

Dejé la cobija y el vaso en donde estaba sentada y corrí hacia el guardia que anunciaba el nombre de mi mamá.

–Puedes pasar por esta puerta -me indicó- ahí te dirán en dónde se encuentra la paciente.

–Gracias– respondí sonriente atravesando rápidamente aquel pasillo hacia la puerta azul en donde estaba los pacientes de urgencias.

Entre gemidos de madres pariendo y personas quejándose de dolor, a unos pasos observé a mi mamá recostada en una camilla hablando con un doctor canoso que le daba indicaciones. Ella me miró a lo lejos y con una débil sonrisa me pidió que fuera hacia ella.

–Mami, ¿estás bien? – pregunté sollozando mientras la abrazaba sin lastimarla entre todas las cosas a las que estaba conectada.

–Tu mamá está mucho mejor y ya la regresaremos a casa. – me respondió el doctor con una sonrisa amable. – Ya puede ponerse su ropa y al salir pasar a caja por favor.

–Gracias, doctor. – dijo mi madre y él se despidió con un leve movimiento de cabeza.

–Mamá, me asusté mucho. – empecé a llorar.

–Mi amor, ya estoy bien. Sólo hay que esperar a ver qué nos dicen porque no tenemos póliza ni seguro, y después nos iremos por fin a descansar. -trató de tranquilizarme dándome un amoroso beso en la frente.

Esa madrugada pasamos la noche juntas en aquella banca helada hasta que amaneciera y pudiéramos irnos en camión a casa. Pero entonces ya no me pareció tan fría la noche entre los brazos de la mujer que más amaba. Agradecí a la vida.

Continué yendo a ese viejo parque en el que me reunía con Nashira. Me acompañó toda mi adolescencia e inicios de mi juventud y un día de la nada desapareció. La última vez que la vi me dijo que los cambios a veces eran dolorosos, pero necesarios. Al principio no entendí lo que decía y cambié el tema, quejándome de lo difícil que era trabajar y estudiar para pagar los tratamientos de mi madre que empeoraba día tras día.

Un año después de la última aparición de Nashira murió mi madre. Todas las noches maldecía a mi padre y entre llantos le deseaba lo peor por haberla contagiado de VIH, por haberme abandonado. Me culpaba a mí por no poder pagarle los mejores doctores y hospitales, porque tal vez así ella estaría viva. Tenía 19 años cuando mi mundo se desmoronó y aprendí a vivir sin ella tomando el legado de amor y enseñanzas que me dejó. A veces las siento cerca, a Nashira la saludo cuando la estrella más brillante ilumina mi rostro igual que su sonrisa lo hacía cuando reíamos juntas, y a mi madre… a mi madre la siento todas las mañanas como un abrazo a mi espíritu, cuando una hermosa mariposa azul con amarillo entra por mi ventana y se posa sobre su sombrero favorito.

Imagen de RawPixel

 

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La Crítica